Ensayo non-simbólico
- Iván Trujillo
- 20 oct 2015
- 2 Min. de lectura

Miguel Ángel era esteta antes que un artista; siempre que el artista, claro, implique iniciar
por un estado de contemplación sobre el entorno, y no buscar la belleza en los contrastes,
sino unificar la belleza por su manifestación como la vida misma.
Miguel Ángel contempló, bajo las delimitaciones sociales y artísticas de su contexto, a un
joven a quien hizo su aprendiz y su amante. El nombre de este sujeto no es importante;
Tommaso Cavalieri sólo resonó con divinidad en la cabeza del propio Miguel Ángel.
Seguramente ello le dio una insignia de delirio, un deseo de preservación (el cual
Caravaggio describiría como amor en el arte) e inmortalidad por su amado, y la
abstracción de toda belleza se llamó Tommaso Cavalieri.
Sólo quizá, en un mundo de suposiciones que serán eternamente ajenas por nuestra falta
de comprensión sobre el Miguel Ángel que amó a otro hombre en aquellos años.
Amor, contemplación y quizá la locura más grande y desapercibida del entorno: plasmar
su rostro. Y es aquí donde una parte del entorno actual, llámese la sociedad católica,
juega un papel en este mar del sinsentido basado en falsos ídolos y costumbrismos; la
semiología de la nada, si se puede acuñar un nombre por demás charlatán.
Miguel Ángel retrató a su Cavalieri como el hombre hecho divinidad y redención: Jesús de
Nazareth tuvo entonces la cara, los ojos y el cuerpo de Tommaso para entendimiento de
una sociedad que imaginaba en el hijo de Dios toda forma de perfección, sobre todo
estética.
Y no importó si no fue Jesús de Nazareth quién les miró desde el lienzo, porque Miguel
Ángel retrató su concepto de perfección en un acto de amor; y todo amor -saquemos de
nuevo a Spinoza- constituye una forma de divinidad, pureza y entrega.
Ahora, una de esas imágenes que cualquier fiel del catolicismo contempla, una de tantas
que fueron retratadas, si no es que la misma, se llama Tommaso Cavalieri, pero para
Miguel Ángel fue tan divino como el mismo Jesús.
Justo como nosotros ahora; quienes escribimos poemas, cuentos y retratamos los ojos
más preciosos mientras cantamos a las rodillas más mordibles… esos que tuvimos la
dicha de sentir la plenitud en unos brazos hasta hacernos uno y amanecer sudado en la
madrugada de tanto y tanto intentar ser… músicos, pintores, poetas que compartimos
cuentos que alguien leerá y dedicará para alguien más… canciones que escucharon con
la misma voz que fueron compuestas… todo ello, volverá a la nada y se inmortalizarán
dentro de un colectivo que dejó de entender el significado por apelar el significante,
excepto para sus autores, quienes se inmortalizan a través de un puñado de palabras o
trazos o bailes o canciones…
Y algunos simplemente dejamos de escribir, porque nada de ello es como lo pintan, ni el
mismo Miguel Ángel.
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