¿Violencia libertaria?
- contratiempomx
- 23 nov 2014
- 5 Min. de lectura
Emmanuel Rafael Tehutle Quiroz.
“La violencia institucional genera violencia popular”. Esta frase de Carlos Montemayor tomada de su libro La violencia del Estado Mexicano deja vislumbrar un escenario de crisis sistémica y civilizatoria que trae aparejado el cuestionamiento hacia lo formalmente instituido desde la epistemología dominante y desde el capitalismo.
No obstante, existe un punto en donde la desobediencia epistémica no alcanza a cuestionar la esencia del pensamiento dominante, ya que históricamente nos hemos formado con la idea de que la legalidad representa lo bueno, mientras que la ruptura del marco legal significa lo antisocial, lo incorrecto y lo que trastoca el orden, lo cual determina actualmente nuestra cotidianidad. En ese sentido cabría preguntarse: ¿a qué legalidad se está atendiendo?, y ¿bajo qué legalidad se mantiene el orden? La respuesta podría encaminarse hacia una legalidad producto de una semántica hegemónica a favor del mantenimiento del statu quo del orden dominante, supeditante y represor que deja de lado la violencia institucional que se traduce en el despojo de las tierras; en la nula distribución de la riqueza y, por tanto, exacerbación de la pobreza; en el desempleo masivo; analfabetismo; inseguridad; desapariciones forzadas; feminicidios y, por supuesto, el uso de la fuerza pública encaminado a la represión.

De tal manera que, según Herbert Marcuse en su ensayo La tolerancia represiva, la violencia y represión institucionales:
[…] son promulgadas, practicadas y defendidas lo mismo por gobiernos democráticos que autoritarios, y la población sujeta a esos gobiernos es educada a fin de que apoye tales prácticas como necesarias para el mantenimiento del status quo. Se extiende la tolerancia a las orientaciones políticas, condiciones y modos de conducta que no debieran tolerarse porque obstaculizan, si no destruyen, las posibilidades de crear una existencia libre de temor y miseria[1]
Por lo anterior, pareciera importante cuestionarnos los porqués del monopolio exclusivo del uso de la fuerza, el cual recae en el Estado sin importar su carácter político, y que está encaminado a que la violencia aplicada por la institución sirva para dominar y reprimir, no así la aplicada desde el pueblo cuya connotación es de carácter libertario y emancipador. Ergo, la violencia libertaria implica el cuestionamiento hacia el orden impuesto en aras de fortalecer un desorden cuyo objetivo trascienda al orden de dominio para crear un orden justo, democrático, sexualmente diverso, sin discriminación y popular.
La cuestión está en que no se puede luchar contra el orden sistémico sin romper los márgenes de éste, es decir, que la violencia puede, y debe, ser redefinida en función de los contextos particulares en los que cada una de las subjetividades, en sus luchas constantes contra las estructuras de poder, están inmersas. En este sentido habría que matizar dichos contextos, dadas las particularidades que se viven desde la ruralidad y las que cotidianamente vivimos en el espectro urbano. Así, la ruralidad se caracteriza por vivir el asedio permanente de las grandes empresas transnacionales en busca de los bienes comunes –los recursos naturales– para asegurar prácticas que van desde la construcción de grandes presas hidroeléctricas, termoeléctricas, carreteras privadas, hasta la práctica de la mega minería a cielo abierto, la tala inmoderada de bosques y selvas, así como la extracción de hidrocarburos –tales son los casos de los estados de Chiapas, Oaxaca, Guerrero, Veracruz y en específico las comunidades de Atenco, Wirikuta, Cherán y, recientemente, San Francisco Xochicuautla.
Bajo el contexto anterior, se marca el desplazamiento de las comunidades ancestralmente ubicadas en territorios cuya lógica es la de reproducción del espacio, en tanto garante de la vida, de las costumbres y de la cultura. Sin embargo, el despojo de tierras implica una lucha que a pesar de haberse canalizado, en un primer momento, de manera institucional, existen los asesinatos, encarcelamientos y desapariciones de los líderes indígenas-campesinos.
En analogía y desde la urbanidad, también se encuentran condiciones de vida paupérrimas que si bien no se alientan, de manera marcada, por la desposesión del territorio, sí se agravan por la ineficacia estatal para garantizar la reproducción de las condiciones materiales de vida.

Lo anterior nos habla de que ante la incapacidad institucional o electoral que pueda generar transformaciones de raíz y para el conjunto de la población, la violencia inminentemente terminará por explotar y reproducirse, a través de las organizaciones que tenderán a la radicalización de los movimientos cuyo objetivo será la conformación de estructuras político-militares.
En este sentido, existe una necesidad por marcar una ruptura con las industrias culturales hiperconsumistas para resquebrajar el discurso de alienación que si bien se da en mayor medida en la urbanidad, por ser el espacio de reproducción capitalista por antonomasia, también en la ruralidad el imaginario colectivo es influenciado por las herramientas que componen a la Mass Media.
La ruptura de dichas concepciones nos permitirá entender que los Derechos Humanos son parte de una producción discursiva que actualmente funge como educadora de las sociedades para actuar única y exclusivamente bajo los contenidos de tales derechos, sin importar que los creadores de aquéllas nociones las violen y hayan violado histórica y sistemáticamente.
Asimismo, es necesaria la interpretación sobre lo mercantilizable que resultan las emociones, pues desde la producción ideológica del capital se crean y se venden estatus de vida y de éxito, ya que entre más condiciones materiales se poseen, más exitoso se es. Así, cuando en su caminar el capitalismo-neoliberal es más excluyente, existe un número mayor de la población en condiciones de permanente supeditación y frustración al no alcanzar dicho estatus. De tal manera que la violencia ejercida por los estratos excluidos de las estructuras económico-productivas y en contra de la institucionalidad del Estado, significa, en la mayoría de las veces, la ruptura de la condición de permanente frustración en la que se vive.
Dicho lo anterior y en afinidad con Laura Castellanos, resulta menester:
[…] que desde la academia, los investigadores sociales, estudiantes y periodistas tengamos las herramientas para comprender estos fenómenos de violencia popular y no los estigmaticemos u observemos desde una perspectiva policiaca, dado que en esta crisis nacional no es difícil ver que aumentarán y se diversificarán los procesos de radicalización[2]
Finalmente, creo que recurrir a la condena del derecho fundamental a la autodefensa y a la utilización de la violencia como recurso de libertad emocional, política y cultural, termina siendo un sinsentido en tanto que el que condena no necesariamente vive la misma realidad y contextualidad del que ejerce dicha acción. Al final, creo que se debe buscar y preservar el pacifismo, sin embargo, no se debe creer en la ausencia del conflicto.
Bibliografía y fuentes electrónicas:
Ilustración crítica. (2014). “La tolerancia represiva: Herbert Marcuse”. Obtenida el 19 de noviembre de 2014 de, http://www.ilustracioncritica.com/texto-marcuse.html
Izquierdas mexicanas en el siglo XXI: problemas y perspectivas, entrevistas / coordinado por Centro de Documentación y Difusión de Filosofía Crítica. México: UNAM, Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades. 223 pp.
[1] Ilustración crítica. (2014). “La tolerancia represiva: Herbert Marcuse”. Obtenida el 19 de noviembre de 2014 de, http://www.ilustracioncritica.com/texto-marcuse.html
[2] Izquierdas mexicanas en el siglo XXI: problemas y perspectivas, entrevistas / coordinado por Centro de Documentación y Difusión de Filosofía Crítica. México: UNAM, Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades. pág. 38
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