No mueras
- contratiempomx
- 7 nov 2014
- 4 Min. de lectura
Por: Navarrete Ortiz Adriana

Desde el momento en que fue planeada aquella estocada contra los rebeldes, Riabal supo que ésa sería diferente a cualquier otra que su escuadrón hubiese enfrentado. Marcharon desde temprano con sus armas de escudo y los proféticos aires de libertad; con una valentía efímera, contagiada de idealismo y manchada de carmín. Sin embargo, no fue hasta que contempló a su mano derecha, Shamil, que pudo comprender sus verdaderas motivaciones para ignorar su instinto de militar condecorado y volver a la batalla; fue el impulso de proteger a una persona. Fue el paternal e irracional deseo de vigilar a Shamil —y cerciorarse de que el muchacho no terminara muerto— lo que impidió que renunciara a su puesto en la milicia.
El “niño” —como Riabal solía apodarlo— acababa de cumplir los 20 años y era la única persona en ese planeta que a él no le importaba un carajo. Despertaba en él un afecto que no terminaba de comprender. Procuraba mantenerlo a salvo, aun cuando esas emociones fuesen en contra de su deber con la nación.
El comandante visualizaba al veinteañero como un aliento de vida —su alegría y perspicacia inoportunas eran características difíciles de encontrar en época de guerra—; juntos se sanaban después de las constantes noches de guardia y pesadillas.
Riabal era un hombre dedicado a las armas, concebido entre los cartuchos de bala y arropado con la sábana de la anarquía. Con una barba desdibujada de mínimo tres días de ausencia de rastrillo, caminaba pesado entre los demás integrantes del batallón, provisto de una arrogancia tiránica que lo convertía en un ser odiado y admirado por igual. Era hosco, no aceptaba mandatos u ofensas de quienes se creían superiores. Tenía fama de mercenario, un desalmado verdugo que escondía su rostro acanelado bajo el humo de su cigarro. Cuatro décadas respaldaban su sabiduría y su mente de estratega; por miedo o respeto a sus conocimientos nadie se atrevía a acercarse a él con un aire ligero. Nadie excepto Shamil.
Riabal conoció a Shamil, cuando éste vivía su fase de novato y él mismo se aseguró, que bajo su tutela, el chico viviera el infierno en la tierra. Paulatinamente, Shamil reveló su energía y facilidad para el arte del enfrentamiento, lo que atrajo la atención del militar veterano. Riabal nunca adivinó ni miedo, ni repulsión o asco en los ojos de su subordinado, situación que facilitó que su relación fuese víctima de una metamorfosis sutil; pasó de lo estrictamente profesional a una amistad que iba en contra de todo pronóstico.
Una explosión disipó las reflexiones de Riabal y lo hizo atender al acribillamiento que padecían. Se escuchaban los gritos de horror a la distancia, como un lúgubre canto de ópera; un coro infernal, junto a las detonaciones irregulares de proyectiles caseros y gas lacrimógeno.
El viejo militar desvió la vista hacia Shamil, quien se hallaba recargado a su derecha contra las ruinas de una vivienda comunitaria. De la ciudad restaba el mero boceto. Todo era escombro, basura, pisadas que delataban la fluctuación de la batalla y los cuerpos muertos que se habían enfriado con la madrugada.
Debemos movernos, niño —indicó Riabal, con voz de tormenta, sobre los impactos de bala-, Shamil asintió mientras presionaba la ametralladora contra su pecho. Por su frente corrían surcos de sudor, y en esa mirada ocre, siempre inocente, Riabal pudo leer pánico.
Se abrieron paso entre el mar metálico, saltaron los restos de ropa y coágulos sanguinolentos que engalanaban el piso como un mórbido vestido de fiesta. El fuego trepaba como una enredadera por los costados de los edificios que se retorcían de dolor frente a los temblores que causaba la dinamita. Riabal miró hacia atrás para cerciorarse de que su soldado le seguía el paso; no era así.
Murmuró un improperio mal disimulado sin soltar la colilla de cigarro que bailaba entre sus dientes. El veterano volvió sobre sus pasos. Lo hacía por obligación, lealtad o idiotez, ¡cuánto podía deducir sobre sus propias acciones! Antes de darse cuenta o de poder objetarlo, ya estaba expuesto al fuego, amigo y enemigo, al tiempo que buscaba al chico a tientas.
Encontró a Shamil hecho ovillo, el pobre infeliz parecía rezar a dioses y demonios para que se lo llevaran de una buena vez y le evitaran el calvario. ¡Levántate, maldita sea! —rugió Riabal, pescando a su colega de las solapas. — ¡No me tomé la molestia de entrenarte para que murieras arrodillado como un siervo!
Justo trataba Shamil de despertar de su letargo, y hacer a sus piernas funcionar, cuando Riabal le propinó un empujón que lo mandó a cubierta; el mayor no tuvo oportunidad de resguardarse a sí mismo. Como caballos del apocalipsis, los pistoleros que se asomaban desde las azoteas parecieron pactar el no dejar sobrevivientes; la escena se revistió, entonces, con el olvido que la muerte otorga.
El añejo militar sintió el calor de los proyectiles perforar su pecho y torso; su movimiento quedó limitado a su mano, callosa y pintada de arrugas, que se dirigió rápidamente a los agujeros que no tardaron en empezar sangrar. Su arma cayó acompañada de un abrupto sonido; creó, junto con el del uso de las ametralladoras, una sinfonía casi teatral.
Riabal se desplomó como un tronco que es talado desde raíz; su rostro terminó casi sobre la tierra; su cuerpo encorvado, reacio a dejarse vencer por las heridas. Shamil se armó de la poca cordura que le restaba para poder trasladar a un sitio seguro a su superior malherido. A rastras, lo colocó por debajo de las ruinas de un auto y empezó a revisar la gravedad de los impactos infringidos sobre el torso de Riabal.
No mueras —pudo murmurar Raibal a su pupilo, antes de abrazar a su esperada amiga la muerte; se sonrió poco antes de que su pecho se estacionara inmóvil.
Hacía años, Raibal se dijo: “un hombre es sus decisiones”; y por esa filosofía se propuso salvar a uno de los hijos de Siria, el inocente y necio Shamil Mohamed.
Gracias a esa filosofía no iba a morir en el anonimato.
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