De la criminalización a la aniquilación de la protesta: la Ley Eruviel
- Armado Luna Franco
- 3 abr 2017
- 5 Min. de lectura
Politólogo,FCPyS,UNAM
Especializado en análisis electoral
Twitter: @drats89
Los pasados días 23 y 27 de marzo, el Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) resolvió las acciones de inconstitucionalidad 25/2016, 27/2016 y 28/2016, cuyo tema era determinar la constitucionalidad de diversos artículos de la Ley que Regula el Uso de la Fuerza Pública en el Estado de México, conocida como Ley Eruviel. La Corte validó los artículos 16 y 39, declaró inválidos los artículos 12, 24, 25 y 26, y desestimó la acción sobre los artículos 14 y 15 por no alcanzar los votos necesarios.

La ley es similar, en su finalidad, a la Ley Bala —promulgada y luego derogada por el gobierno de Puebla durante el sexenio de Rafael Moreno-Valle—: legalizar el uso de la fuerza pública mediante violencia física y uso de armas letales para suprimir y reprimir la protesta social. Más que criminalizar la manifestación, la nueva estrategia de los gobiernos estatales y Federal está en normalizar la respuesta violenta.
Las acciones fueron promovidas por diversos diputados de la LIX Legislatura del Estado de México, la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) y la Comisión de Derechos Humanos del Estado de México (CODHEM). Los primeros solicitaron la invalidez general de la Ley, la segunda la invalidez de los artículos 3, fracciones II, III y XII, 12, fracciones II, inciso b), III, incisos a) y b), 14, 15, 16, 19, fracción VII, 24, 25, 26, 33, fracción II, 34, fracciones II y IV, 39 y 40. La tercera, la validez de los artículos 14, 15, 16, 24, 25 y 40.
Llama la atención, respecto de los diputados, que impugnaran una ley que habían aprobado en marzo de 2016. Salvo Morena, los partidos integrantes de la LIX Legislatura votaron a favor de su promulgación, impugnando diputados del PRI, PVEM, Encuentro Social, PANAL y PRD. De las Comisiones de Derechos Humanos, por su parte, llama la atención que no impugnaran la validez del artículo octavo, que permite el uso de fuerza letal.
Las impugnaciones concordaron en torno a tres argumentos de invalidez: la violación del derecho humano a la legalidad, a la libertad de expresión y de reunión, y la invasión de facultades del Congreso de la Unión, la acción de la CNDH no incluyó la violación de derechos humanos por el uso de armas letales, cosa que las otras dos sí hicieron, así como la ausencia de sanciones ante el exceso en el uso de la fuerza. Sólo la acción de los Diputados menciona al artículo octavo.

Es importante detenerse en este punto, pues muestra por qué la resolución del Pleno de la Corte. En su argumentación sobre la validez de los artículos 16 y 39, referentes a la actuación de la fuerza pública en manifestaciones, asambleas o reuniones, adujo que en la ley se pueden dar los reglamentos para el uso de la fuerza, por su especificidad jurídica; mientras que el mando responsable del operativo (derivado del reglamento) puede definir cuándo ejercer violencia ante manifestaciones, asambleas o reuniones violentas o ilícitas.
Respecto de la invalidez de los artículos mencionados, el Pleno argumentó que sólo se invaden las competencias constitucionales del Congreso de la Unión en lo que refiere a la definición de tortura, tratos crueles o denigrantes, así como en la regulación del uso de la fuerza en centros preventivos y de reinserción social, y de reintegración social de adolescentes. En suma, todo queda en cuestiones procedimentales de la ley, que no atienden el problema principal.
En el contexto de violencia que vivimos, de crisis y abierta desconfianza de la ciudadanía hacia las instituciones de seguridad pública, de asesinatos y crímenes de Estado hacia quienes defienden la tierra, los derechos humanos, o denuncian la corrupción y contubernios entre gobierno y crimen organizado, la última solución que puede ofrecerse es normalizar la violencia física y letal como respuesta a la protesta.
No es un proceso nuevo, sin embargo. Puede explicarse a partir de dos lecturas teórico–filosóficas: Judith Butler y Walter Benjamin. La primera expone, en su libro Marcos de Guerra, cómo los gobiernos se apropian de los discursos disidentes (sean en defensa de las “minorías”, la diversidad sexual o los derechos humanos) para legitimar y ejecutar sus proyectos hegemónicos.
Al leer la redacción de las leyes, sus exposiciones de motivos, así como el discurso que utilizan gobernantes y otras figuras públicas que defienden la promulgación de las leyes, es recurrente la mención a los derechos humanos. Se defiende el apego a derecho y el reconocimiento de éstos como fundamento y necesidad de emitir estas legislaciones, que se basan en lenguaje ambiguo o abiertamente polisémico para poder legalizar la violencia contra la protesta por parte de las instituciones policíacas.
Esto me lleva a Walter Benjamin. En su ensayo Para una crítica de la violencia, plantea que la violencia es un medio del derecho que permite fundarlo y conservarlo. A su vez, estas facetas están presentes en una institución propia del Estado: la policía. En sus palabras: “Lo aberrante esta autoridad […] es que en la policía misma se haya eliminado la separación entre la violencia fundadora y la conservadora de derecho.”
Como describe, “las facultades de la policía rara vez justifican sus más graves intervenciones”. Estas leyes buscan eso, justificar las intervenciones de la violencia policial dándoles un fin de derecho (mostrando su condición conservadora de éste) y facilitando que actúen de manera contingente, creando un nuevo derecho con el ejercicio de la violencia, pues deja a criterio de las autoridades policiales definir cuándo la ley es aplicable.
En suma, que la corte declarara constitucional la Ley, y sólo hiciera observaciones de carácter procedimental sin atender el problema principal: la legalización del uso de la fuerza letal, así como mantener la ambigüedad de sus criterios para definir qué hace violenta a una protesta, manifestación, asamblea o reunión, así como dejar a criterio del mando inmediato (eximiendo de responsabilidad a la cadena de mando que lo coloca en ese lugar) es un grave paso hacia la violación legalizada de derechos humanos.

Al no emitir postura sobre el artículo octavo, y sobre todo, al declarar que el proceso de sanción ya está definido en la misma ley (la cual sólo establece sanciones administrativas que serán evaluadas y procesadas por las mismas instituciones policiales —jueces y parte) se emite una carta blanca para ampliar la opacidad respecto de la actuación de los cuerpos policiales en el Estado de México, y sienta un precedente para extender el modelo por todo el país.
Tampoco puede ignorarse dicha resolución en el contexto de la discusión sobre la Ley de Seguridad Interior. Ante un proceso de normalización y ampliación de la militarización de la vida pública del país, leyes como ésta sólo sirven de antesala para facilitar este proceso. Son leyes que instrumentan la aplicación de estados de excepción, antes que la ampliación de derechos humanos y garantías de su ejercicio.
En el ensayo mencionado de Benjamin, él nos recuerda que, aunque la policía aparente ser igual sin importar el régimen, su espíritu es más devastador en la democracia, pues representa la violencia soberana que conjuga los poderes legislativo y ejecutivo. Hace y ejecuta la ley. En una democracia, donde hay una diferenciación y separación de poderes, eso es una atrocidad. Este tipo de leyes potencializa dicha atrocidad y facilita un paso hacia un gobierno autoritario y total.
A manera de cierre, quiero recuperar un comentario de Hannah Arendt. En Los orígenes del totalitarismo nos dice que, en un gobierno totalitario, la preponderancia de la policía responde a la necesidad de un mando global y una represión de la población, pues aquellos que consideran su dominio como total mandarán a través del órgano de violencia interior y sus métodos. ¿Permitiremos que el gobierno actual sienta un precedente para llegar a un mando total?.
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