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Cirilo

  • Carlos Díaz
  • 29 ene 2017
  • 10 Min. de lectura

El día que lo conoció, fue como cualquier otro. Se levantó antes de rayar el alba, el frío le adormeció los dedos y hasta el alma. Encendió la luz que iluminó su angosto cuarto. Suspiró. Hace tres años llegó a la ciudad. En su pueblo, al sur de Oaxaca, la situación estaba mal. Con tres hermanos, una madre enferma y un padre campesino que apenas sacaba para el sustento, no tuvo otra opción que emigrar. Le habían dicho que en la capital seguro encontraría trabajo, ganaría buen dinero… que le iría bien. Lo que nadie le dijo fue que el color oscuro de su piel y la herencia chontal reflejada en su rostro le harían las cosas difíciles.

Los primeros días fueron amargos. Al cruzar las calles, ante el río de autos que aprendió a sortear, recordaba con añoranza la parcela de su padre, escondida entre los montes, dónde solía caminar sin prisa, ni miedos. Aún no lograba comprender por qué en los últimos años, la tierra se negaba a dar buenas cosechas; para él el origen de tanta desgracia fueron los químicos que los campesinos, como su padre, comenzaron a regar en las milpas. Nunca lo dijo, pero siempre dudó que esos fertilizantes fueran tan buenos como les dijeron, en la junta ejidal, aquellos dizque ingenieros que llegaron a ofrecerlos. La tierra se estaba muriendo y con ella también su pueblo.


Se fue de su tierra porque le dolía en el alma ver a sus hermanos descalzos, sin ropas que estrenar, con los pantalones remendados cuidadosamente por su madre, los mismos que él alguna vez usó. Se fue porque tenía miedo que su hermanita terminara como todas las chamacas del lugar: preñadas y soportando la mala vida en casa de los suegros. Él quería que ella estudiara, que fuera maestra o enfermera. A sus padres no les alcanzó para mandarlo a la escuela. La escuela es pa’ ricos, no hay dinero—le respondió Don Camerino, su padre, cuando le dijo que lo inscribiera a la primaria—


A veces renegaba de su suerte, siempre tuvo que trabajar. Trabajó desde los diez años como peón: cortando leños, pizcando maíz, cuidando chivos, pastando ganado o de lo que fuera. Los ojos le brillaban cuando recibía el salario de su esfuerzo, el mismo que, sin demora, se lo llevaba a su madre. Su mejor pago era la sonrisa amarga de la pobre mujer, que contenía el llanto de una pena infinita. Los rostros alegres de sus hermanos pequeños hacían que se olvidará del cansancio al final de la jornada. Nunca lloró frente a ellos, pero en el campo, con el silencio de los montes, sus ojos se inundaban al recordarlos.


Aquí, en la ciudad, los días le parecían eternos, las tardes amargas y las noches frías, llenas de soledad. Allá, en su pueblo, tenía el consuelo de que al atardecer, de regreso a su hogar, vería a su madre y a sus hermanos. Antes de la cena, se sentaría con su padre a desgranar maíz y éste le confiaría sus planes, allá era alguien, aquí no era nadie. Recordaba las tardes cuando, desde el punto más alto de la carretera, veía su casa, alzaba los brazos y manoteaba para que sus hermanos, al menos, vieran su silueta. Pero el hambre y la enfermedad de su madre pesaron más. Por eso vino a la ciudad, por eso dejó lo único que tenía, su familia.


Un día, quiso el destino, que después de tanto deambular buscando trabajo, escuchara, por casualidad, la voz de un viejo canoso, con las manos y los brazos manchados de cemento, hablar en chontal. En seguida se acercó y lo miró como quien mira a un familiar perdido o a un amigo ausente hace años, luego lo saludó. Juvenal tenía veinte años viviendo en la ciudad. Había venido a probar suerte, pero ya no regresó a su pueblo, un lugar cerca de la costa oaxaqueña. Sólo volvió cuando murió su padre para llorarle un día, después a su “madrecita santa”, como le decía de cariño, se la trajo. A regaña dientes, pero se la trajo, aun cuando a “Chela”, su esposa, la idea no le gustó. Para fortuna de Chela, la viejita no duró mucho, al año se murió. Murió añorando el sonido del mar, las fiestas del pueblo y el olor a sal de la costa.


A veces cuando el alma se le llenaba de melancolía y pesar, Juvenal, caguama en mano, se soltaba a llorar. Le lloraba a su madre, a su tierra, a sus recuerdos. Le entristecía la idea de no volver jamás. Antes tenía la esperanza de que a sus hijos, una vez crecidos, la tierra de su padre les llamara a la sangre. Sin embargo, miraba con tristeza como sus hijos desdeñaban su pueblo.

–Olvídate ya de ese rancho— le decían. Incluso, se burlaban de él cuando pronunciaba mal su escaso español, que a pesar de los años, no mejoraba. Por eso, cuando escuchó aquel saludo en chontal, el corazón se le alegró.


¡Cómo me hubiera gustado que mis hijos hablaran nuestros dialecto, caray! Pero no les gusta, les da pena. A veces me enojo con Chela, ella nunca quiso que aprendieran y así no fue el trato. Cuando nos casamos en el pueblo, clarito le dije que a los hijos les íbamos a enseñar, muchos ya no aprenden, les da vergüenza. Pero llegamos a la ciudad y se rajó, aquí ya le daba pena hablar conmigo en la calle, puro español quería hablar. Ahorita ya se calmó, pero los hijos, esos cabrones nomás no quieren— le confió tiempo después—


Él lo escuchó, parecía que Juvenal no había hablado en años. Le contó cuándo y cómo llegó a la capital, sus penas, sus tristezas. Luego le contó que hace años, y por necesidad, aprendió el oficio de la albañilería. – Y ahora soy maistro albañil”—le dijo con orgullo. Sentados en un rincón de la obra, Cirilo le confesó: necesito chamba.

Nunca se quejó del pesado ritmo en el trabajo, ni de las mentadas de madre que los otros albañiles le proferían cuando hacía las cosas mal. Con el correr de los días aprendió el oficio. Por eso a su padrino, como comenzó a decirle a Juvenal en señal de respeto, se le hinchaba el pecho de orgullo. Cirilo era el hijo que soñó tener, a él no le avergonzaba su aspecto humilde, ni su mala pronunciación del español ni el color moreno de su piel. Trabajaban juntos, hombro a hombro, y a veces los dos añoraban el mismo rincón oaxaqueño.

No malgastes tus centavos—Le aconsejaba Juvenal— El vicio y las mujeres nada más te van a quitar lo poco que ganas, mándale ese dinero a tu mamacita, no te olvides de ella. Solía decirle, cuando el recuerdo de la suya, le invadía el alma.


Cirilo, a sus escasos 25 años, era obediente. Mes con mes giraba, por telégrafo, algo de dinero para su mamá y sus hermanos. De vez en cuando les marcaba. En el pueblo, había una caseta telefónica que cobraba cinco pesos por recibir llamadas. No les hablaba seguido, a su mamá le dijo que era para ahorrar; lo que le negó fue las ganas de llorar que le brotaba al escuchar su voz, tan dulce y a la vez triste. Se le hacía un nudo en la garganta escuchar a su madre sollozar, pero nunca rompió en llanto, se aguantó como los machos, le habían enseñado a no llorar, a comportarse como un hombre.


Lo que él no sabía era que a Jacinta, su madre, el corazón le saltaba de alegría cuando en alguna tarde de domingo su nombre era mencionado por el aparato de sonido del pueblo, anunciándole que tenía una llamada. Nunca supo lo orgullosa que su madre caminaba hacía la caseta: Mi hijo Cirilo, el que está en la capital, me habla—le decía a las otras mujeres que a su paso se topaba y le preguntaban a dónde iba.

Se te están pasando los años en trabajar mijo—le dijo la última vez que habló con él— Tú tienes que hacer tu vida Cirilo, ya has hecho mucho papá, tus hermanos ya están grandes, dicen que nada más terminan la secundaria y se van para allá, contigo. De Almita no te preocupes, aquí nosotros la cuidamos, pero me da pendiente que no encuentres mujer— le dijo con preocupada— Cirilo sólo atinó a decir: “ta’ bien ama”.


Jacinta ignoraba que Cirilo no había, hasta ese momento, pensado en las mujeres. Nunca se había fijado en una y menos enamorado; por eso su vida cambió la noche que lo conoció. Regresaba de una jornada larga, era viernes, en la obra el trabajo estuvo pesado. Le dolían las manos, algunas ampollas se le habían reventado, le ardían; a pesar que su padrino lo invitó a su casa, no aceptó; sabía que a Chela y a sus hijos su presencia les disgustaba, nunca se lo dijeron, pero bastaba ver como lo miraban y las risas burlonas que intercambian, mientras él hablaba, para suponerlo. Esa noche no tuvo ganas de lidiar con tal situación.


Subió al pesero, el rostro se le alegró cuando vio un asiento vacío. Sentada del lado de la ventanilla, miraba las luces brillantes de la ciudad mientras el transporte seguía su curso. Entonces lo vio. Usualmente no alzaba la vista al frente, le gustaba mirar la ciudad, sus grandes edificios, las luces, el río de autos que iban y venían. Le gustaba escuchar la música de la radio que el conductor sintonizaba, así se olvidaba de todo, del trabajo, de la soledad que aguardaba por él a unos kilómetros de distancia, del dolor y la tristeza.


Lo vio en medio de la amontonada masa de gente, distinto a todos, no sólo por el suéter amarillo que destacaba entre los colores oscuros que reinaban esa noche, también su rostro era diferente, no parecía un hombre, lucía como un niño. Le sorprendió el rojo de sus labios que contrastaba con el pálido color de su piel, las manos delgadas y delicadas con las que se sostenía en el tubo pasamanos, así como su cuerpo esbelto y frágil. Dedujo que no era fuerte, pues veía como rebotaba de un lado a otro, al compás de las paradas abruptas del camión. Le dio un poco de pena verlo tan débil.


Desde su lugar lo miraba de reojo, por alguna razón sentía que si alguien lo “cachara” viéndolo pensaría que era maricón y él no lo era; que no tuviera una chamaca a su lado era cosa de su mala suerte. En el pueblo nunca tuvo tiempo, vivió trabajando como burro. En las fiestas patronales solía ir a ver los paseos festivos desde lejos, nunca se acercaba a la muchedumbre. En ese escenario los hombres y mujeres de su edad lucían sus mejores galas. Con los pantalones remendados y la camisa descolorida ¿Qué iba a lucir? ¿Su pobreza? Le daba pena, por eso miraba de lejos, ahí donde nadie pudiera verlo, ni burlarse de él. En la ciudad, pese a la insistencia de sus “compas”, aún no había ido a una cantina para conocer a alguna “chamacona”, como le decían sus amigos.


Se te va hacer polvo la leche muchacho—le decía Toribio— Mientras él sólo reía. Los otros albañiles lo vacilaban, sólo su padrino era el único que no le decía nada, tal vez porque era el único que sabía que Cirilo, mes con mes, mandaba esos centavos ahorrados a su familia, tenía el sueño de hacerles una casita decente a su mamá y a sus hermanos.

Ni le hagas caso a esos pendejos—le decía Juvenal—Míralos, así les ha ido por andar en el vicio, luego terminan mal o muertos. Mejor ni te metas en esas cosas mijo—le aconsejaba— Cirilo siempre lo escuchó con respeto, nunca lo contradijo, pensaba que si algo significaban las canas que abundaban en la cabeza de su padrino era la experiencia. Juvenal se había convertido en un segundo padre para él.

Por eso nunca se cuestionó nada. Él era hombre, asumía que le gustaban las mujeres, pero esa noche otro hombre lo deslumbró. Al principio trató de no mirarlo demasiado, pero sus ojos insistían en verlo, iluminado con las luces del exterior. Le gustó su cabello rizado, cerró los ojos e imaginó olerlos. Se ve que huelen bonito—Pensó.

Miraba los risos del hombrecito moverse con el viento que entraba a través de las ventanillas. Le gustó lo que veía. Se olvidó de la gente. Despertó de su éxtasis, cuando el transporte frenó repentinamente, de inmediato buscó al muchacho y lo vio reponerse del frenón. ¡Cómo le hubiera gustado estar a su lado! Para sostenerlo con sus brazos, sentir ese cuerpo cálido junto al suyo, oler el perfume de sus cabellos y que esas delgadas manos tocaran su rígido cuerpo, curtido por la pobreza y el trabajo. Por años nunca sintió, pero esa noche era diferente. Sintió por primera vez.


¿Me estaré volviendo puto?—pensó— La duda le enfrío el cuerpo. Recordó a los maricones de su pueblo, a la “Cheo”, un homosexual que vendía fragancias para la buena suerte y el amor. Recordó cómo se burlaban de él y de su familia. Las mujeres hacían chistes de su caminar, de su forma de hablar y de sus moditos. Los hombres lo despreciaban. Algunos incluso llegaron a golpearlo. En una ocasión, lo vio tirado en la calle principal del pueblo, frente al mercado, todo golpeado y ensangrentado.

Eso le pasa por puto—le dijo su padre— A los hombres nos gustan las viejas, no otros cabrones. Si hubiera sido mijo, a punta de trancazos lo habría enderezado— sentenció con desprecio. Cirilo asentó con la cabeza. Lo cierto es que nunca le dijo nada a la “Cheo”, ni se burló de él, le daba lástima. Tampoco se le acercaba, por miedo a que la gente pensara que era igual a él, o peor, que era su mayate. A veces, mientras desgranaban maíz, Jacinta le contaba los chismes que se decían, en el mercado, del mariconcito del pueblo.


Según doña Carmen, la señora del puesto de verduras, algunos soldados que iban al pueblo a las fiestas patronales, ya borrachos se llevaban a la “Cheo” detrás del mercado, al callejón oscuro, para hacer sus porquerías. Pa’ pura vergüenza ese “Cheo”— decía Jacinta— Pobre Cenaida, que sufrimiento le da la loca de su hijo. Yo le doy gracias a mi padre Dios que ustedes salieron normales—sentenciaba—

Mientras recordaba, Cirilo sintió vergüenza. Se talló los ojos con las manos. No alzó la mirada. No quería. Él no era puto. Mantuvo los ojos fijos en el suelo por un breve tiempo, pero muy a su pesar, tuvo la necesidad de volver a verlo. Entonces alzó la mirada nuevamente, esta vez, los ojos de ambos se encontraron. Fue breve el momento, a Cirilo un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Se sintió descubierto, las manos comenzaron a sudarle. Se sabía observado por aquel extraño. Aunque el breve encuentro de sus miradas sólo le sirvió para ver los brillantes ojos negros del otro, experimentó, lo que no podía nombrar, sólo sentir.


No pronunció una sola palabra, se levantó de su asiento y con una mirada se lo ofreció. Sus ojos lo vieron, con la misma devoción con la que fijaba su mirada en el cristo de su cabecera, con la misma ternura con la que miraba a sus hermanos, con el brillo en los ojos con los que se miran los enamorados. Así, en ese breve instante en el que sus miradas se cruzaron por segunda vez, los ojos de Cirilo parecían decirle: ¡Qué bonito hueles! El joven pasó a su lado, le sonrió y tomó el lugar que él le ofreció.


Nadie, ajeno a su familia, le había sonreído antes. Sintió que el pecho se le hinchaba de alegría y de sus labios una sonrisa oculta por años brotó. La noche siguió su curso, su parada estaba próxima, no le dio tiempo de encontrarse nuevamente con los ojos de aquel extraño nocturno, para decirle adiós aunque sea con la mirada. Al descender le dio la espalda al destino, que siguió su curso. Caminó por las calles vacías que conducían a su humilde morada, donde la soledad esperaba por él, como lo había hecho otras tantas noches, pero esta vez no iba solo, esta vez la noche sería diferente, estaba seguro que en sus sueños lo volvería a ver.

 
 
 

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