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La muerte tiene permiso

  • José Ramón Narváez Hernández
  • 14 nov 2016
  • 5 Min. de lectura



Claudio Lomnitz sugiere en su libro La idea de la muerte en México que la explicación del origen del Estado mexicano se encuentra en la muerte. La muerte es normativa en tanto que está en nuestra identidad nacional, como un símbolo de castigo para los indígenas paganos en un principio (pura y desnuda imposición de la ley dice Lomnitz), después se convierte en una forma de redención para los cristianos y conversos, muchos de ellos indígenas sobrevivientes de las enfermedades y excesos de los españoles, pero también la muerte se hizo mestiza, o mejor aún, transmutó en un fenómeno sincrético, también pagano pero tolerado por la visión judeo-cristiana incrustada en la idea del Estado moderno mexicano, así plasmada en las primeras Constituciones.

Morir como símbolo de redención y el Estado como espacio para esperar ese final fatal; un pueblo sufridor como el mexicano, construyó instituciones que paliativas, encargadas no de ayudar a vivir sino de facilitar el buen morir.

Los siglos XIX y XX están marcados por luchas y conflictos que significaron muerte, normalmente para la gente más humilde, hasta el terremoto de 1985 fue discriminador pues fueron las viviendas más humildes de la Ciudad las que se vinieron abajo, los hospitales públicos y las oficinas donde estaban los empleados que entraban a trabajar muy temprano, y por ende no los mejor pagados –los puestos directivos en México entran después de las 10, todos lo saben-. Lo cierto es que en el imaginario fue fraguándose una idea de la muerte como fiel compañera de la sociedad mexicana.


Ahora, la muerte es patrimonio cultural, y, por tanto, sujeto de un derecho colectivo que la tutela y la fomenta, pues es fuente de ingresos de un turismo peculiar que festeja que festejemos la muerte. La muerte está en el tzompantli de nuestros sitios arqueológicos, está en nuestros murales, está en nuestra literatura, está en nuestro cine, está en nuestras instituciones. La muerte es una cosmovisión, una epistemología, una hermenéutica e incluso una poética.


En el largometraje inconcluso ¡Que viva México! (1930-1979) del cineasta soviético Serguéi Eisenstein, la muerte es el pretexto para contar iconográficamente la historia de México, comienza con el genocidio de la conquista, pasa por el exterminio de las haciendas decimonónicas y concluye con la fiesta de noviembre. La secuela por obvias razones tendría que incluir el 68, el Halconazo (1971) y la guerra sucia; Aguas Blancas (1995), Acteal (1997), Ciudad Juárez, San Fernando (2010), Ayotzinapa (2014), Tlatlaya (2014); y menos conocidas las fosas de Taxco (2010), Cinco Manantiales (2011), Durango (2011), Nuevo León (2012) y La Barca (2013); y podría seguir enunciando lugares y fechas, pero quedémonos con el dato del 3er. lugar en muertes violentas debajo de Siria e Irak, 13 personas por hora. 170 mil muertos en 2 sexenios –cifras conservadoras, hay quien habla de 300 mil- La muerte hoy en día es un acontecimiento de nuestra cotidianeidad, un personaje de nuestra historia contemporánea, un compañero de viaje de nuestra historia personal. La muerte en México es santa, porque se le reza para no morir.


La muerte en la literatura, para Edmundo Valadés, en México, La muerte tiene permiso (1955), cuando grupo de campesinos –indígenas aseguraría yo- hartos de sufrir vejaciones y muerte, se dirige a una asamblea de autoridades agrarias para pedirles permiso de matar al presidente municipal, origen de todos sus pesares, los representantes del Estado discuten sobre la justicia, primero han despreciado y tildado de incivilizados a sus interlocutores.


El cuento se convierte en una paráfrasis que poco a poco se vuelve una velada amenaza: podremos ser callados y condescendientes, pero todo tiene un límite, en un país donde la muerte opera sin permiso un día podría tenerlo, para mal y para bien. En el documental Digna hasta el último aliento (Cazals, 2004) un militar de alto rango afirma que la Constitución y la jurisprudencia de la Suprema Corte avalan la actividad del ejército cuya misión es la seguridad pública a todo precio, y agrega: si es necesario que eso se haga con un permiso más detallado habrá que reformar la Constitución. Algunas de las últimas reformas pudieran interpretarse de esa manera, como un permiso para matar.



En el mural denominado “La epopeya de la civilización americana” de José Clemente Orozco (1934) pintado en la Baker Memorial Library (Dartmouth College. New Hampshire), el muralista mexicano ironiza con los genocidios europeos en tierras americanas, la Primera Guerra Mundial y la Conquista, entre otros temas, destaca un panel llamado “Los dioses modernos” en el cual Orozco critica abiertamente a la Universidad y la Academia, haciéndolos de alguna manera, coparticipes de esas muertes: esqueletos togados y con birrete, asisten al parto de otro esqueleto más grande, que ha dado a luz a un pequeño esqueleto, este, también con birrete. No es sólo que la muerte sea un hecho en la vida de la humanidad, o concretamente de nuestra cultura, se trata de un tema transversal en el que las artes y las ciencias participan para formar un criterio de identidad que nos avasalla.

En el infrarrealismo lo tuvimos claro desde el principio, muerte y vida son las dos caras de una misma moneda, más allá de una simple mirada maniquea, nuestra cultura originaria llama al inframundo, mundo, otra realidad paralela con la que se convive, otro cielo, incluso, si se me permite, saber a dónde van nuestros muertos, para saber por dónde han de volver; la tragedia es que nuestros muertos están desaparecidos –literalmente- extraviados, y nosotros sin saber si han encontrado el camino al Mictlán, como Antígonas contemporáneas, sin tener los restos para poderlos enterrar, sin saber si los han devorado las aves o han sido disueltos en ácido; con la complicidad del Estado y sus paleros en la gran mayoría de casos, por eso lo hemos denominado necroderecho.

Hoy resultan irrisorias figuras como el debido proceso, los derechos humanos, el acceso a la justicia, y cuanta parafernalia jurídica pudiera esgrimirse, porque en México se muere con o sin permiso.


No es un mero pesimismo nihilista, pensamos la muerte porque queremos la vida, porque la deseamos fuertemente, porque la defendemos a ultranza, y sí, somos abogados, aunque resulte extraño; y este vitalismo nuestro, que nos ha venido por un chingadazo –así le llamamos a esta toma de conciencia- nos urge a cuestionarnos el cómo nos enseñaron a operar el sistema, el cómo nos adiestraron a no hacer preguntas, el cómo nos amenazan constantemente para alinearnos, y detrás la muerte como castigo probable para el disidente, para el revolucionario, para el crítico; pero es que de otro modo no es vida; por eso la descomplicidad, para no seguir de aquel lado, tomar postura y optar por la vida; esperanzados de encontrar nuevas formas de organizarnos, de ponernos de acuerdo y resolver nuestros conflictos, quizá mirando donde otros no quisieron, más abajo, ahí donde la vida es fiesta, en nuestras comunidades indígenas, donde tiene años reconstruyendo ese camino hacia una muerte que transforma y te une con el cosmos.

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