Antichairos
- Juan Porras
- 15 nov 2016
- 4 Min. de lectura
En los últimos años, la palabra “chairo” ha cobrado notoriedad en la discusión política, en ámbitos que van desde las redes sociales y los foros de opinión en diarios y revistas, hasta las charlas de café. El término denota una posición social y política confrontada a la de quien lo usa: en este sentido, es una etiqueta que se asigna unilateral y despectivamente a un grupo de individuos. La palabra tiene un referente preciso pero más allá de él connota a sus usuarios, quienes se construyen axiológicamente por oposición a los sujetos y las prácticas asociadas al “chairo” y no por desarrollos ideológicos propios. En este texto, realizaré una aproximación descriptiva y personal de dicha construcción.

La palabra “chairo” ha transitado desde su origen por diversos matices de significado: primero, designó a los que se quedaron a medio camino entre lo contestatario y lo acomodaticio; después, el uso focalizó la carga “antisistema” del término con un dejo peyorativo: el chairo estaba en contra de todo sólo por estarlo. En los últimos años, “chairo” ha adquirido nuevos rasgos de carácter: a su “irracional necedad” por protestar se le ha añadido la violencia y la marginalidad.
El chairo no es “cool” como una vez pudo haberlo sido. Para los que con más fervor empuñan, como arma, la palabra “chairo”, el individuo así calificado es iracundo, “patarrajada”, hosco resentido de horizontes estrechos. Es terco protestón y no odioso, sino odiable.
Los que han acabado por modelar los significados de “chairo” (y le han otorgado un tono discriminatorio como el de la palabra “naco”) aseguran que el 2 de octubre es la fiesta mayor de los chairos, constituidos colectivamente como una cofradía de la barbarie, del placer desmedido por la destrucción sin móvil aceptable. Quienes de aquí en adelante llamaré “antichairos”, miran con acritud cómo a la chairada se le ha hecho costumbre marchar por los normalistas desaparecidos de Ayotzinapa, otros chairos que, a juicio de sus detractores, por serlo se merecían el destino que les tocó.

En las redes sociales, un escenario privilegiado para la libre expresión de los antichairos, es común observar su pobre redacción, proporcional al desdén que les provocan los "vándalos, ociosos, que destruyen al país". Yo no tengo, debo aclarar, simpatía alguna por los actos vandálicos. Pero tampoco siento simpatía por ninguna forma de odio.
El desprecio que raya en lo rabioso, de los que en actitud de superioridad atacan a los chairos, no tiene ningún viso de crítica hacia el actual estado de cosas. En los antichairos no hay una pizca de indignación hacia los niveles de corrupción, pobreza y criminalidad que han provocado los grupos de poder en México. Y no han sido los chairos los que han alentado este escenario, no: si acaso ellos son un síntoma, un efecto, no la causa.
El odio hacia el “líder chairo” (es decir, Andrés Manuel López Obrador) prescinde de todo argumento: es la visceralidad la que priva en los juicios, justificada con el miedo: "no nos vayamos a convertir en Venezuela", vociferan los que creen que los personajes y las situaciones pueden ser calcas de la realidad, sin contexto, transferibles ramplonamente de un país a otro.
Sin duda, López Obrador es un personaje que debe ser sometido al juicio crítico, como todos los que hoy observamos en el candelero político. Lo que no es válido, es sustentar la crítica con argumentos falaces (creo que podemos afirmar, con un amplísimo margen de seguridad, que México nunca será Venezuela, sea quien sea quien dirija a este país).
Los antichairos se nos presentan desdeñosos, con su alzado de ceja y un puñado de pretensiones intelectuales que no se caracterizan por el análisis cuidadoso ni por la más mínima sensibilidad: "sí, en el país matan gente todos los días y de la peor forma, pero estamos pensando en cómo acabar con eso, trabajando honradamente, sin esas odiosas marchas de los chilangos" dice un antichairo en Facebook. Otro antichairo completa el comentario: "esos 43 de Ayotzinapa eran vándalos y… ¿Todavía tenemos que pedir que aparezcan?"
Quede asentado, pues, que los antichairos no son precisamente amantes de los derechos humanos, los cuales para ellos son un concepto vacío o, por lo menos, no aplicable para los "revoltosos" a los que miran por encima del hombro (léase por “revoltosos”, cualquiera que se atreva a protestar por el orden de cosas. La protesta es ontológicamente chaira). A final de cuentas el desprecio antichairo no es hacia las formas, no es hacia las prácticas, no: es hacia las personas, las que si desaparecen y mueren de la peor forma "fue porque se lo buscaron".

El victimario no merece ninguna crítica de los antichairos: su silencio hacia él es un pulgar que apunta hacia arriba.
Quien grita "chairo" rumia odio. Quien dice “chairo” se observa a sí mismo como superior: honesto, pensante, trabajador e incapaz de protestar: nunca, nunca, nunca lo hará, así lo asalten o le maten a un familiar. No vaya ser que piensen que es chairo, esa vergüenza es más lacerante que el duelo propio o el de los otros. El antichairo confía en la normalidad del estado de cosas, en su esfuerzo, en el sudor de su frente, en el íntimo orgullo de “hacer bien las cosas” en solitario, sin preocuparse por términos pasados de moda como “solidaridad” o “indignación”.
El antichairo desea vacunarse de toda pasión (y de toda compasión): trata de ser cerebral, correcto, de moral intacta.
La única diversión digna de él es el ejercicio de la ironía; su gesto de emoción más frecuente, la risa sarcástica y su onomatopeya con letras mayúsculas en cada red social. Tiene una fe absoluta en el futuro, basada en la metafísica de sus acciones ("a toda buena acción le corresponde la bondad: la vida es justa").
Vista así la cuestión, desde hace siglos muchos de los habitantes de este país han sido decididamente antichairos, esperando por su mañana, quietecitos, bien portados, con el futuro hipotecado mientras los saqueadores de siempre han hecho y siguen haciendo de las suyas.
Antichaira ha sido, desde siempre, la inmovilidad y el miedo al cambio. Antichaira es la desesperanza.
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