DERECHOS HOMOSEXUALES, ABSTENCIONISMO Y OTROS EXCESOS
- Daniel García
- 17 oct 2016
- 6 Min. de lectura
De ahí que crea necesario, en nuestros días, suministrar una buena
dosis de intolerancia, aunque sólo sea con el propósito
de suscitar esa pasión política que alimenta la discordia.
En defensa de la intolerancia, Slavoj Žižek
La primera pregunta que lanzaré al aire es la siguiente: ¿Qué significa vivir en un Estado democrático constitucional? Distinguidos juristas y politólogos han tratado de vislumbrar, en mayor o menor medida, cuál es el significado de vivir inmersos en democracias. Y quizás una pregunta aún más interesante sería cuestionarnos si realmente vivimos en democracias.
En estos “tiempos modernos” decir que vivimos en Estados que se dicen a sí mismos “democráticos” es lo sensato, ningún Estado podría sentirse orgulloso de decir que no es democrático, pues existe la tendencia a creer que no-democrático es sinónimo de totalitarismo o absolutismo. Por lo general, lo que se toma como criterio pertinente de democracia es la existencia de un sistema representativo: mandatos electorales cortos, no acumulables, no renovables; y el monopolio de los representantes del pueblo en la elaboración de las leyes.[1]
Definición la anterior con la que evidentemente Platón no estaría de acuerdo. Él creía que la democracia no es sino el capricho del pueblo, expresión de la libertad de individuos indiferentes a cualquier orden colectivo, cuya gran tarea es el consumo de placeres y derechos.[2]
Democracia es sinónimo -pues es la base de su fundamento- de libertades, pues es la base de su fundamento: todo mundo es libre de hacer lo que quiera y, en consecuencia, todo mundo es libre de organizar su vida en la manera que mejor estime conveniente. La vida democrática tiende a generar las posibilidades de que el poder sea de cualquiera, de quien fuere. Es el régimen de la nivelación de todos aunque no sean iguales.
Bajo esta visión, debemos comprender que los Estados modernos que se llaman democráticos reconocen las libertades individuales: pasiones ávidas de satisfacción que deben ser controladas por el “poder” si es que no se quiere caer en la anarquía. El sistema de gobierno que se reconoce en el Estado democrático es el de la representación, como lo dijimos líneas arriba: se permite que la “mayoría” ─, es decir, la minoría en el poder─, gobierne y tome todas las medidas que a largo plazo lo exige el bien común.: U un poder ─-oligarquías democráticas-─ que desvía las pasiones democráticas hacia los placeres privados y las vuelve insensibles al bien común.
En otras palabras, se trata de un poder oligárquico que satisface el gusto democrático por participar en las decisiones que atañen a la sociedad a través de un disfraz llamado elecciones -─representación, soberanía popular, voto-─. Un disfraz que oculta las pasiones de la multitud. ¿Y si la oligarquía democrática, para calmar las pasiones, requiere de la soberanía popular y el voto representativo para calmar las pasiones?
El problema es el exceso de vida democrática. Y ¿qué remedio existe para este exceso? Se trata de dirigir las energías activadas por la democracia hacia otras metas: la búsqueda de las felicidades materiales. Sin embargo, quitar las energías políticas excesivas, favorecer la búsqueda de la felicidad individual, implica favorecer la vitalidad de una vida privada y de formas de interacción social que multiplican las pretensiones y demandas. Esto tiene el efecto de volver a los ciudadanos indiferentes al bien público. Cuestión que se vuelve en un asunto paradójico: o bien los individuos se desinteresan del bien público y se abstienen en las elecciones,; o bien, las encaran desde el solo punto de vista de sus intereses y de sus caprichos de consumidores.
Pero Platón vislumbraba otro horror en la democracia: es la inversión de todas las relaciones que estructuran a la sociedad humana. Los gobernantes tienen aire de gobernados, y los gobernados, de gobernantes; las mujeres son los pares de los hombres; el padre se acostumbra a tratar a su hijo como igual; el maestro teme y adula a sus alumnos y éstos se burlan de él; los jóvenes de igualan a los viejos y los viejos imitan a los jóvenes.[3]
Hoy en día existe una ferviente exigencia de un igualitarismo radical, que pone el mismo plano, sin orden de género, a hombres y mujeres. En ese contexto, ¿no estaremos ante la presencia de una sexualidad democratizada, pero despolitizada? ¿Y si la expansión de las formas de procreación artificial y la adopción homoparental es un síntoma de una enfermedad, de una sola causa: la democracia;, es decir, el reinado de los deseos ilimitados de los individuos en la sociedad de masas moderna?
En nombre de los intereses meramente egoístas de los ciudadanos, se realizan se oponen huelgas y manifestaciones en relación con supuestos derechos “inalienables” a todo ser humano, que les deberían permitir llevar una vida digna e igualitaria. En este caso, la dignidad y la igualdad no se presentan como valores jurídicos, sino de pura tolerancia. La dignidad humana y el dejo de tolerancia bajo el que se enerva el principio de igualdad, son instituciones que no son relevantes para ningún pueblo, despolitizan los asuntos políticos y no dejan espacio para lo polémico.Hay un exceso de vida democrática, fatal para la autoridad de la cosa pública. Es un aumento irrefrenable de demandas que presionan a los gobiernos, debilitan la autoridad y vuelven a los individuos y grupos reacios a los sacrificios requeridos por el interés común.
Claramente, no es que los derechos de los homosexuales no deban ser reconocidos, ni mucho menos planteo el regreso a un pensamiento de la sociedad profundamente machista. Los argumentos que propongo no tienen nada qué ver con la hegemonía del poder heterosexual, ni con arbitrariedades religiosas; no hay en ellos ninguna oración homofóbica ni misógina.
Mucho se podrá decir de los derechos humanos como parte necesaria para contrarrestar los resultados de los regímenes totalitarios y absolutistas del siglo XIX, pero creo necesario cuestionarnos si estos derechos de lo humano no son sino meros intentos de unir, mediante valorizaciones morales - ─tolerancia, igualdad, seguridad─- un lazo social que solo puede ser comprendido desde la evolución natural e histórica de cada sociedad.
La democracia forja, de este modo, una cultura del consenso que repudia los conflictos antiguos, habitúa a objetivar sin pasión los problemas que, a corto y largo plazo, deben enfrentar las sociedades. La democracia aísla a los individuos de las estructuras y creencias colectivas. El argumento jurídico y moral de la igualdad se basa en la ignorancia de las realidades históricas que hacen posible la vida en comunidad.
La cuestión que planteo es que cualesquiera derechos, nunca pueden obedecer al simple discurso jurídico de la igualdad societaria. Siempre e invariablemente obedecerán a un contexto social, histórico, político y psicosociológico. No podemos hablar simplemente de defender derechos humanos a diestra y siniestra; no podemos creer que las exigencias por la tolerancia y la igualdad jurídica son suficientes como argumentos político-sociales. Exigencias que agitan a los individuos y arruinan la búsqueda del bien común. Los valores políticos han sido desplazados por los valores individuales.
Creo que la excesiva vida democrática representa la disolución de la política. Recordemos que la política, es el arte de vivir juntos y la búsqueda del bien común. La democracia moderna significa la destrucción del límite político por el discurso de los derechos humanos. Este propósito de sobrepasar cualquier límite es servido y emblematizado a la vez por la técnica y las figuras jurídicas novedosas: técnicas de manipulación genética e ininseminación artificial para librarse de las leyes mismas de la división sexual, la reproducción sexuada y la filiación.
Mucho se podrá objetar a lo dicho por el autor de estas líneas. Mi propósito no es cuestionar si hay amor o no en las parejas homosexuales y si este debe ser reconocido; definitivamente debe ser reconocido en la sociedad, pero eso no es suficiente para que a partir de una condición puramente sexual y emocional, se tengan derechos intrínsecos a la persona misma. Claro que siempre debemos estar en aptitud de exigir derechos pues no se tratan de meras concesiones hechas por el gobierno. Los derechos son de aquellos quienes los exigen y quienes les dan vida material. Pero no olvidemos que la lucha por los derechos es una lucha que avanza de la mano ─-nunca por detrás ni por delante-─ con las estructuras sociales. El gran error del sistema constitucional y de derechos humanos es imponer realidades ideales, ahí donde el avance natural de la sociedad no lo requiere, con la consecuencia fatal de desgarrar el cuerpo social.
Considero que los derechos humanos vienen a constituir un discurso en defensa de los derechos de los que no tienen derechos. Pero también creo que los derechos humanos son los derechos de los individuos egoístas de la sociedad burguesa. Estos se plantean como realidad inevitable de nuestro mundo y de su futuro; carecen de límites y no se ocupan de las realidades poblacionales.
Referencias
[1] Rancière, Jacques, El odio a la democracia, Amorroru Editores, Buenos Aires, p. 104.
[2] Platón, República, VIII, 557b.
[3] Platón, República, VIII, 562d-563d.
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