Cartas para Ana Karen
- Guillermo Ochoa-Montalvo
- 11 oct 2016
- 10 Min. de lectura
Abstract: Lilia, madre soltera, es una de las tantas descendientes de campesinos e indígenas del país que emigraron hacia la Ciudad de México, quienes luchan por integrarse a la cultura urbana con todos sus desafíos; una mujer que enfrenta su día a día, como lo hacen cerca de 240 mil vendedores ambulantes, víctimas de poderosas redes comerciales.

Lilia, habitante del Metro
Querida Ana Karen, Entre el frío de la mañana y el calor del tráfico, asoma la gripe en esta amorfa y caótica Ciudad de México repleta de inmigrantes provincianos de segunda y tercera generación; seres que deambulan entre la identidad del barro y el plástico; entre la tierra campesina y la mole de cemento. Nietos de inmigrantes campesinos; hijos de padres de identidad confusa, ni campesinos ni urbanitas; seres en busca de autor… Y ente ellos, Lilia, una habitante del metro, vendedora de CD's piratas con un ejército de más de 2 mil hombres y mujeres de batalla, sedientos por conquistar el pan de cada día recorriendo los vagones de cada estación del metro. Todos ellos víctimas y verdugos de la economía nacional.
Viajar en metro es conocer la Ciudad de México en sus entrañas, es el mundo subterráneo de la economía, la sociedad y lo que fueron, algún día, las lagunas de la región más transparente, hoy contaminada por sus 22 millones de habitantes metropolitanos, aunque la ciudad sólo albergue a un poco más de 8 millones de chilangos.
Lilia viaja cada día a través de las 12 líneas del metro por donde circulan 4 millones de personas diariamente; conoce bien las 175 estaciones y se sigue preguntando por qué construyeron dos pisos en el periférico en vez de un tren elevado de Norte a Sur de la ciudad por donde viajaría más gente que los conductores de esos 2 millones de automóviles que avanzan a 9 kilómetros por hora.
Lilia no lo sabe de cierto, pero intuye que no favorecieron a los automovilistas, sino a ese pequeño grupo de la oligarquía económica y política que mantiene secuestrado al país con obras tan monumentales como inútiles. Entre el tumulto fétido de la estación Tacuba, Lilia se abre paso cargando su “discman” conectado a un amplificador de sonido donde oferta a diez pesos las últimas grabaciones de Luis Miguel. La gente escucha la melodía mientras ella recorre el vagón de un extremo a otro sin que nadie le compre. Pocos disponen de diez pesos para el disco de "similares" en esta época de grave desempleo.
Son las 9 de la mañana sin desayunar. Lilia piensa en sus hijos que han abandonado la primaria para salir a vender los productos de catálogo en esas colonias, donde hace 35 años aún era el ejido de San Antonio Zomeyucan en Naucalpan. Las mazorcas de maíz, les dieron paso a las mazorcas de varilla y cemento a miles de invasores provenientes del campo mexicano. Ahí llegó su abuelo en 1971 creyendo que ganaría tanto dinero como el que pagaba el gobierno de Echeverría por abrir caminos en Oaxaca. Llegó Anastasio con sus tres hijos pequeños a poblar el lomerío, a construir con láminas de cartón su casa bajo una cañada. Primitivo Rida se la ofreció y Carlos Jacob, se la vendió, sin saber que más tarde debería pagar por la regularización del predio.
El tu- ru - rú de la campanilla del metro indica la llegada a la estación Panteones en donde Lilia se desplaza al siguiente vagón siendo sustituida por otro vendedor de CD's piratas con su “discman” en la mano y un amplificador sobre el hombro derecho. “Lleve la colección completa de José Alfredo Jiménez; llévela por sólo 10 pesitos, no pague 150, yo se la doy en 10 pesitos, solamente”, canturrea el joven que de seguro no pudo continuar la secundaría como miles de jóvenes en este sexenio. La voz de José Alfredo le recuerda que “la vida no vale nada, se empieza siempre llorando y así, llorando, se acaba…”
En la estación Cuitláhuac, veo entrar al vagón a otro vendedor de CD's con música instrumental, pero prefiero alcanzar a Lilia en el siguiente carro de marca francesa donde apenas puede leerse el cartel de la ruta de tanto grafiteo que hay sobre él. Lilia ofrece sus discos, pero su mente está entre la tierra y los lodazales del Río Hondo de Zomeyucan donde nació por accidente. A su padre nunca le gustó la idea de salir del pueblo; allá dejaba a Macaria con sus ilusiones y la huella de sus manos sobre sus pechos adolescentes. Allá dejaba su lengua zapoteca por el balbuceo del castellano que no alcanzaba a pronunciar bien entre la burla de sus compañeros de escuela, tan pobres como él, pero un poco menos indios que Jacinto.
Al llegar a la estación Popotla, Lilia decide continuar en el mismo carro al ver la figura de un inspector, sólo reconocible por ellos. No ha vendido nada y aún no tiene dinero para pagar la mordida que le exigen por vender clandestina pero toleradamente. Jacinto, el padre de Lilia, renegó siempre de la ciudad; nunca entendió por qué su padre, debía enviar dinero al pueblo para las fiestas de mayordomía cuando no tenían ni para comer. Tal vez, por eso se empezó a reunir con los exiliados del campo, con jóvenes de su edad desplazados de sus pueblos a una ciudad ajena donde perdía su sentido de identidad. Quizá por eso, se apropiaron de las calles y buscaron en la música un sentido de vida y en las pandillas una cultura propia.
El metro se detiene por varios minutos en la estación Colegio Militar, el calor se hace insoportable entre gente de corbata, hombre de mezclilla y mujeres que bostezan aburridas de un largo viaje. Lilia sale casi de vilo entre una multitud apresurada, y manoseos que ya no parecen importarle. Su padre bautizó a la banda y ella, a la suya. Las Lobas, se reunían en las cuevas de Huitzilacasco y hasta ahí llegaban los chavos para drogarse con el chemo y aprender que el amor es cuestión de sacarse las ganas con una morrita que afloje fácil. Así lo hizo su padre a los 18 años. Así tenía que hacerlo ella, no conoció jamás, otra manera de actuar.
La sigo al siguiente carro en la estación Normal. Su primera maestra fue un ángel para ella y ahí decidió ser profesora cuando creciera, pero la de segundo grado, le mostró lo cruel y mediocre que puede ser un maestro sin vocación. La exhibía delante de sus compañeros como una “mugrosa, andrajosa y piojosa”. Los niños reían y ella no entendía el acoso escolar, no comprendía que hubiesen niños que podían bañarse cada mañana con agua caliente mientras en su colonia el agua era un lujo costoso que se almacenaba en tambos de petróleo y no podía malgastarse.
Al llegar a la estación San Cosme, un hombre le pide tres discos de Luis Miguel, los toma y sale corriendo sin pagarle un centavo. Lilia invirtió el aguinaldo de su marido en el paquete de venta que incluye cien discos, el discman y el amplificador porque una vecina la enganchó asegurándole que las ventas eran seguras y podía ganar hasta 500 pesos al día. Ahora, sabe que apenas saca 70 pesos al día y de ahí, debe pagar a policías e inspectores.
El metro se detiene ahora en la estación Revolución, de seguro Lilia no conoce el significado de la revolución y mucho menos, sus beneficios. No concluyó ni el tercer grado de primaria como muchas otras niñas de su edad y condición. Desde pequeña, aprendió a lavar ropa ajena y hacer mandados para las señoras de Echegaray adonde llegaba su madre a servir a las grandes damas ocupadas en hacer compras en Ciudad Satélite. Lilia observaba las muñecas de las niñas perfumadas y se quedó con el deseo, de poderlas tocar, al menos. Sus ojos infantiles miraban con arrobamiento a las pequeñas hijas de la señora metidas en sus lujosos vestidos, peinadas con esmero y de rojizas mejillas. Y no alcanzaba a comprender por qué no podía ser ella como esas niñas felices y traviesas.
Cuando cambiamos de vagón en la estación Hidalgo, pensé que el río de gente ahogaría a Lilia en un segundo. Un torbellino la expulsaba hacia fuera en tanto que otro tumulto la empujaba hacia el interior. Al final salió airosa para subir de inmediato al siguiente carro.
Al fin, logró vender 4 discos en el trayecto. Se persignó con los billetes en la mano, y de inmediato los introdujo dentro del pecho. El rostro ajado de Lilia no es el de una mujer de 32 años. Sino el de alguien que ha caminado largo trecho por las calles; sus manos son callosas y sus pies morenos llevan la marca de senderos llenos de piedras. Su cabello no conoce el champú ni las glamorosas ampolletas para darle brillo y sedosidad. Pero en su mirada hay un brillo entre violento y tierno.
En la estación de Bellas Artes debía bajarme, pero decidí continuar el viaje. De seguro, Lilia no ha entrado jamás al Palacio de Bellas Artes, para ellos, la cultura es una palabra hueca; en el barrio construyen su propia cultura urbana, la de las bandas que adoptan su propio vestido, lenguaje y símbolos. Ella era de las tropicosas al principio, pero más tarde, cuando se unió a Germán adoptó a los punk y cuando se separó de ellos, se unió a los “heavy metal” de San Rafael Champa donde conoció a su valedor, un chavo de 21 años quien lucía sus elásticos pantalones negros bien entallados mostrando sus atributos viriles; su chamarra de cuero con estoperoles dibujando una calavera y su muñequera de piel con sus púas de metal. Con el “Pantera” conoció la música de Jimmy Page, Eric Clapton y Tony Iommi, pero también la música de la Banda Bostik del “Guadaña” de Tlalnepantla, cuando cerraban las calles en el barrio para fumar marihuana o de plano, para inhalar el chemo o las muñequitas. Lilia se entregó al Pantera en una tocada del Bostik Band una noche de verano al festejar sus 16 años...
La estación Allende siempre me recuerda la enorme deuda de los legisladores con los desposeídos. Eso de los derechos a la educación, la salud y la vivienda es letra muerta para la gente como Lilia. Con el Pantera vivió en las cuevas donde reunió a las chavas banda de Las Lobas. Niñas y jovencitas como ella, acostumbradas a ver las escenas violentas de sexo y golpes entre sus padres. Familiarizadas con el lenguaje agresivo y el sexo como un deporte de ocasión. Así conoció a sus amantes, no menos de 20 jóvenes y hasta hombres maduros con quienes sacó algunos beneficios.
En la estación Zócalo dejó ir el furgón para esperar al siguiente. Con su chal cubrió la mercancía de la vista de los curiosos antes de abordar nuevamente. Ahí dejamos detrás las promesas de Fox a Peña Nieto, menos una, la de darle a cada mexicano su propio micro changarro; y a Lilia se lo cumplió, ella carga con su changarro a cuestas desde las 6 de la mañana hasta las once de la noche mientras sus hijos, abandonados en las calles de su colonia, repetirán su historia.
En Pino Suárez, Lilia vende 5 discos más, pero serán los únicos; se le ve cansada cargando los discos y el amplificador. Cargando sus recuerdos y preocupaciones; cargando una historia que no compró; cargando mil batallas perdidas por un acostón placentero. Cargando los insultos de su hombre briago y las señales de violencia en sus espaldas. El metro sale del túnel para arribar a la superficie de las calles, a la luz natural de la mañana; pero para Lilia el túnel sigue existiendo en su vida...
Estación Chabacano; chabacano debe ser ese hombre con quien vive desde hace años. Y Lilia ya no espera nada mejor, se conforma con su destino de mujer maltratada porque piensa que la vida es así. Que es condición de toda mujer.
El metro empieza a vaciarse en la estación Viaducto, pero no del todo; Lilia tampoco está vacía del todo. Le quedan agallas para luchar por sus hijos, aunque debió sacarlos de la escuela donde nadie les otorga becas ni pizarrones electrónicos.
Cuando llegamos a Xola, recuerdo que alguien me dijo que ese nombre era alusivo a una estación de radio con esas siglas. Radio es lo único que escucha Lilia cada mañana al despertar. La televisión es exclusiva para su hombre y cuando ella regresa a casa a la media noche, lo menos que desea es verla.
Al llegar a Villa de Cortés pienso en la Malinche y el conquistador, pero Lilia con menos suerte. Su padre, Jacinto, abusó de su hermana y luego perdió la vida en una riña de borrachos. Nunca se enteró que fue padre y abuelo a la vez.
Lilia ya no avanza por el vagón en la estación Nativitas; algunos asientos van vacíos y la gente viaja como un autista en su propio universo. Es un fantasma entre los pasajeros. Tres chavitos la alburean, ella no hace caso. Cuando acudía al Museo del Chopo a escuchar rock solía hacer lo mismo, porque su rollo era el rock, lo pesado, el dark y los manoseos cachondos. No le asustan esos chavos, son sus iguales. Pero en el fondo quisiera renacer en estas natividades.
La estación Portales se llena nuevamente de jóvenes banda, sus aretes en la nariz y orejas son la moda como en ella, lo fueron los metales incrustados en su ropa.
El trayecto a la estación Ermita es muy rápido. Así le llamaban a lo alto de las cañadas en Zomeyucan donde los soldados empezaron a vivir y a traficar armas del ejército. La colindancia de Lomas de la Cañada en Zomeyucan con el Campo Militar 1, facilitaba el tráfico de cualquier cosa, hasta de mujeres. Fue ahí donde Lilia obtuvo lo necesario para el nacimiento de su hijo a cambio de favores con un soldado raso.
Pensé que se quedaría en General Anaya, Lilia ya no aguantaba las ganas de orinar y yo tampoco; maldije a quienes omitieron instalar baños públicos en las estaciones, quizá lo hicieron por la profundidad que obligaría a rebombear las aguas negras hasta el nivel de los sistemas, tal vez, porque no pensaron en la posibilidad de cobrar para mantener higiénicamente el servicio de los baños como sucede en las terminales de autobuses, pero lo más seguro, es que le apostaron al descuido y suciedad de los paisanos cuando las cosas les son ajenas. Aguanté las ganas y continúe el viaje. Lilia entró de nuevo al vagón y esta vez prefirió sentarse por un rato. Hizo cuentas mentales y supo que aún le quedaban largas horas de trabajo. Sentía hambre y mucha culpa al mismo tiempo; no había nada de comer en su casa. El día de ayer no logró vender ni un sólo disco y tuvo que salir muy temprano sin preparar la comida. Un peso de ganancia por cada CD vendido.
La terminal en Taxqueña nos tienta para huir de la ciudad; Lilia nunca ha salido de ella; mira hacia la terminal del Sur y se pregunta cómo será Cuernavaca o las playas de Acapulco. Le ofrezco salir a comer y 150 pesos a cambio de su historia; acepta comer sólo una torta y guardar tres más para sus hijos. Caminamos entonces hacia uno de los miles de puestos que han invadido las calles de esta ciudad caótica donde las historias se mezclan y se diluyen en la indiferencia del transeúnte apresurado, metido en su propia historia. Lilia habla mientras dejo correr la grabadora…
Guillermo Ochoa-Mintalvo: Columnista, cronista y cuentista defeño radicado en Chispas desde hace 25 años. Fundador de Columnistas de la Frontera Sur y del primer periódico Electrònico de Chiapas en 1997.
Fotografía por Margay Sánchez.
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