Otras divagaciones sobre el amor
- Eduardo Cerdán*
- 19 ago 2016
- 4 Min. de lectura

In memoriam, Guadalupe Dueñas.
A Lorena.
Me queda claro, estimada Lupita, que el amor es cosa seria. Pero yo no concuerdo con usted cuando dice que en el amor le va mal a todo mundo. Yo he tenido mis descalabros, déjeme decirle. Pero creo que he salido bien librado de ellos. Concuerdo, sin embargo, en eso que usted dijo tan bien: los enamorados se sitúan en las márgenes del ridículo sin límites. Hablamos del amor entre novios, claro. Porque hay otros tipos, y eso usted lo sabe mejor que nadie, como el amor entre un animal y un humano (ahí están el gato electrocutado y la vieja Friné) o el amor entre las ratas y los cadáveres... Pero ésos son harina de otro costal. Mejor hablemos ahora del amor correspondido, otro punto en el que ambos, más o menos, coincidimos. Esa zarandaja, como usted la llama, opera de maneras muy extrañas que ni usted ni yo entendemos a ciencia cierta. Es difícil de identificar, pero creo que hay un modo efectivo de hacerlo. Yo digo, a riesgo de sonar cursi, que podemos saber si la otra persona nos retribuye viéndola a los ojos después de besarla. Acostarse con ella antes o después es, aunque opcional, muy recomendable. Ya lo dijo el son huasteco (sé que usted es tapatía, pero de seguro lo ha oído): con los ojos me anunciabas que me amabas tiernamente. Si luego de un beso la mirada de nuestra pareja espejea cual si fuera caricatura, estamos a salvo; de lo contrario, hay que replantearnos nuestra situación. Sépase, por favor, que no me creo dichoso ni quiero provocarle un infarto (¿acaso aún se puede?) hablando del amor correspondido; sólo me propuse acompañarla en sus serias divagaciones sobre el amor. Es todo. Y de paso quiero contarle algunas cosas. Por ejemplo: que yo he estado en todos los sitios de las infidelidades, lo cual le brinda a uno perspectivas interesantes sobre el asunto. Tuve que conocer lo que he llamado la mecánica del cuerno para entender que nada en este mundo nos pertenece. Fíjese: he llegado a enterarme que otra llave visita el cerrojo que creía exclusivo para mí, y eso, mi querida señora, es una verdadera calamidad. También he utilizado en un cerrojo distinto la llave prometida a alguien más y, aunque eso también es vil, comprenderá que tiene implicaciones mucho más divertidas que el primer caso. Pero si tuviera que elegir un sitio preferido, sin duda optaría por el tercero, que quizá es el más inquietante y por ello me entusiasma más; hablo de ser, digamos, una llave visitante en un cerrojo ajeno. Alguna afición perversa he de tener para que eso me emocione, ¿no cree usted? En fin. Bien dicen que en gustos se rompen géneros. Pero permítame decirle que, aunque esto último que le he referido sea estimulante, pienso que nada ha de entusiasmar tanto como el hecho de estar con esa persona que los gringos modernos y sentimentalones llaman the one. El camino en su búsqueda es largo, truculento y lleno de espejismos: uno nunca sabe si va por la acera correcta. Mire, ya que he entrado en confianza, quiero confesarle algo (espero que no le moleste lo que voy a decir): a mí sí me gusta abusar del diminutivo y repetir te quiero a cada rato. También disfruto emular a un león meloso frotando su cara con la de su pareja (por cierto, y disculpe la digresión, ¿es verdad que, como dicen las malas lenguas, usted albergó un leoncito como huésped?). No obstante, yo no soy de los que ven todo azul o de los que repiten la cantinela «por toda la eternidad». Eso, señora, me parece muy insensato por lo que ya le he dicho. No tenemos nada asegurado, por ello no hay que perder el tiempo con las ilusiones: el veneno de los enamorados. Soy algo cursi, sí, pero tengo mis límites. Me alegra que usted ya no padezca de amor, esa dolencia grave que no perdona ni a santos ni a heréticos. De veras me alegra. Ojalá que este periodo después del silencio le sirva para hallar muchas historias. Ahora tengo una idea que funcionaría para un relato siniestro, de ésos que le salen tan bien. Me encantaría que me diera su opinión de algún modo, tal vez en forma de espíritu chocarrero. Verá: yo soy sólo un aprendiz de cuentos, así que me servirían mucho sus enseñanzas. La recuerdo a menudo, ¿sabe? Me viene usted a la mente con frecuencia. Cuando veo un frasco de chiles y me acuerdo de que un pomo así es la morada eterna de su hermana Mariquita, la bebé prematura que murió al poco tiempo de nacida; cuando siento el roce de una sombra; o cuando en la planta alta de mi casa, los duendes, con los que usted está tan familiarizada, tiran cosas y rompen platos, vasos y focos. Pero en especial me acuerdo de usted, querida Guadalupe Dueñas, por las noches: cuando sin nadie en casa y ya recostado me doy cuenta de que a lo lejos se oyen pasos en la escalera. Y pienso que usted ha venido a visitarme.
* Eduardo Cerdán (Xalapa, 1995), narrador y ensayista, es profesor adjunto en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en verano de 2015. Ha sido premiado en concursos nacionales de relato y ha participado en antologías de cuentos mexicanos e hispanoamericanos, así como de ensayos sobre literatura hispánica. Ha colaborado en publicaciones periódicas como la Revista de la Universidad de México, La Jornada Semanal, Literal, Latin American Voices y La Palabra y el Hombre. Estudia la obra de las cuentistas siniestras del Medio Siglo mexicano. Textos suyos se han traducido al inglés y al francés.
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