#Literopinión: Asesinato por goteo: los rostros del acoso desde una mirada infrarreal
- José Ramón Narváez Hernández
- 4 jun 2016
- 4 Min. de lectura
A Ricardo Trejo, quien murió a causa del acoso laboral

La muerte se volvió sutil. Tan trágico es que mueran personas en la búsqueda de seguridad, comida y una mejor vida, como quienes todos los días mueren un poco en la infinidad de oficinas de todo el mundo, la obsesión por la producción terminó por convertirnos en objetos de una interminable cadena de explotación. Y muy pocos se dan cuenta.
Los pretextos sobran para cosificar a una persona, los tiempos urgen, la demanda no se detiene, hay que aparentar que trabajamos todo ese tiempo; todo se convierte en una farsa macabra, la gente tiene una vida hostil dentro de cuatro paredes, puede observarse perfectamente la (no)lucha de clases, los que mueren y los que explotan, los horarios son diferentes, las prestaciones sobre todo, pero lo que más indigna es el trato, la manipulación y el chantaje; el sadismo y el saberse “amo/dueño” del otro, genera un insano gusto por el sufrimiento ajeno, la tragedia es que la cotidianeidad y la banalidad en la maldad de estas prácticas, impide distinguir la magnitud del problema.
Gota a gota los explotadores saben que asesinan una parte de la ya mal trecha dignidad humana, se nota en sus miradas, en la voz que somete y ningunea a muchos que pierden no sólo su salud, su familia, su espacio personal, sino hasta su vida, el cinismo llega incluso a chequeos anuales in situ, no hay necesidad de dejar ni siquiera un día de asistir al trabajo, literalmente les extraen la sangre de las venas en la mismo lugar laboral.
Cada vez más personas abandonan el campo para venir a morir a las ciudades, contaminadas, atiborradas, violentas, consumistas, alienadas… esa violencia endémica que nos hace tan susceptibles, que nos indispone al diálogo y nos devuelve a ese estado de naturaleza donde el fuerte y el poderoso gobiernan. Símbolos del deterioro es la poca convivencia, la inutilidad del arte, el desprecio al ocio, pero sobre todo, el asco a la filosofía y el pensamiento; la superficialidad nos ha apabullado a través de redes sociales cada día más indolentes, nos ha marginado a un espacio de comodidad individualista que sin darse cuenta, mira con falsa indignación la muerte en espacios lejanos, por eso es importante hablar de la muerte, como lo hace el infrarrealismo, de esos miles de cadáveres insepultos, desaparecidos o simplemente olvidados; sólo así recordaremos que estamos vivos y quizá nos rebelaremos ante esta muerte silenciosa que nos quita un poco de las chispa vital cada día.
Otros no tienen tanta suerte. La violencia disfrazada de mil máscaras se incorpora a la vida civil con denostada insistencia. Detrás de una palabra, después de un gesto, en un acto aparentemente protector, muchas mujeres, niños, indígenas, adultos mayores, sufren el desdén de la civilización que los considera no útiles, los hace a un lado a través de programas que los marginan más, impuestos por instituciones que sólo llevan un nombre de membrete porque no corresponde con su actividad, de ahí comen un sinnúmero de burócratas ya muertos espiritualmente, zombis del sistema que sufren violencia y luego la trasladan a la sociedad, ahí también se colocan los abogados, perritos falderos mansos ante la mano del Estado pero desalmados con los débiles.
Una ética que prefiriera la vida jamás pensaría en quitarle al otro la suya gota a gota, porque el victimario muere con su víctima, lo difícil es matar la primera vez, dicen los asesinos que saben de esto; la muerte en México tiene permiso como dice Valadés, ya desde hace muchos años; pero esa muerte corporal, que cercena, que degüella, que mutila y disuelve; se alimenta de esta otra introyectada en los ánimos pusilánimes de mexicanos que prefirieron su tajada del pastel revolucionario, que pensaron que mientras dijeran que sí, no les pasaría nada o le pasaría al vecino. No es una crisis institucional, nunca tuvimos instituciones, son marquesinas de un espacio teatral barroco al estilo de las estaciones del tren del Guardagujas de Juan José Arreola, mucha madera, muchas luces, pero detrás nada.
Siempre fuimos burlones, quizá sea la nación que usa los sobrenombres como una costumbre ancestral, hay quien está orgulloso de su apodo, hasta pareciera que le otorgara poderes místicos, no es ese el problema, porque eso es fiesta, el problema es cuando va acompañado de lo otro, de la discriminación, de esa que hace daño, de la que busca segmentar, de la que piensa que así el poderoso verá con mejores ojos al vencedor, esa que nos divide y hace del de arriba más fuerte, por eso el fuerte desprecia la inteligencia y la creatividad, porque cuestiona su poder, prefiere que todos nos mantengamos acosando al otro, de ese modo nos volvemos también verdugos y en la complicidad y la culpa es difícil reaccionar, a todo esto simplemente le podríamos llamar opresión, y a su mecanismo favorito acoso.
El poderoso es el varón temeroso de compartir sus espacios con las mujeres, es el burócrata encumbrado que le debe el puesto a alguien, es el estúpido que no sabe reírse de sí mismo, es todo aquel que tiene en su manos el poder de transformar al otro y en lugar de hacerlo lo destruye, sin saber que así se destruye él y que ha perdido una gran oportunidad para ser más feliz, pero usar el poder para eso requiere de un largo camino que comienza con la pregunta ¿quién soy y qué chingados hago aquí?
Comments