Vela por mí, Veladero
- Érick Rodríguez
- 15 jun 2016
- 6 Min. de lectura

Para Alejandro
Todos me conocen como la Licha. Soy flaca, flaquísima. Tengo los ojos pequeños y una trenza que me recorre la espalda hasta la cintura. Soy hija de Alejandra Bahena y de Simitrio Zagal. Yo ya no vivo con ellos. Ahora nos cuida a mi hermano Polo y a mí nuestro abuelo Milburgo, papá de mi mamá. Él dice que las muchachas como yo debemos ser serias, tranquilas. No le gusta que yo me trepe en los árboles, pero hoy quiero estar acá, subida en este ciruelo, porque necesito mirarlo todo.
Desde aquí ya no se alcanza a ver ni el campanario del templo de San Agustín en Almoloya, el pueblito que uno tiene que cruzar para llegar a la cima de la sierra, acá donde yo vivo. Nosotros le decimos El Veladero, sepa Dios por qué. Cuando yo nací ya tenía ese nombre. Casi no hay velorios; la gente acá vive mucho. Lo único que velamos es la entrada de la capilla que entre todos construimos y que nos turnamos para cuidar por las noches, por aquello de que el maligno le vaya a prender fuego con todo y la virgencita que mi tío Viliulfo talló con su cuchillo en el tronco de una parota que un rayo tiró hace ya varios años.
Todos le tienen miedo al diablo, para no invocarlo le dicen el maligno. Dicen que acá está la entrada a su cochino reino, que es un pozo interminable en las faldas del cerro. Dicen que el pozo tiene un boquete de unos quince metros de diámetro y que ahí avienta a las putas y a los rateros. Dicen que cuando los echa nomás se escuchan sus gritos, pero jamás cuando sus cuerpos se estrellan contra la piedra. Yo no le tengo miedo. Algunas noches lo escucho y me asomo por la ventana para verlo avanzar, quién sabe a dónde, montado sobre su caballo negro.
La que le tiene harto miedo es mi chiva la Chalupa. Apenas escucha que los cascos de la bestia andan cerca, pela los ojos y empieza a echar balidos para que yo la meta a nuestro jacalito. La Chalupa es temerosa, pero enamoradiza. Hace ya casi un año que pasó de ser una más de su rebaño a ser parte de la familia.
Ella y Sandalio, un perro de la calle que se comía los pollos, pero que después adoptamos y que ahora cuida que otros perros no se los vayan a comer, y que nombramos como al hijo que no se le logró a mi mamá, llevan varios meses dándose de lamidas en las orejas. Nosotros decimos que son novios. La Chalupa se acomoda sobre sus patas y se pasa las horas lamiendo el cuello y la cabeza de Sandalio, que está siempre echado frente a ella. Estos animales se volvieron espectáculo. Cuando los peones suben de Almoloya rumbo al Cerro de los chivos, pasan al Veladero y se quedan las horas mirando a la Chalupa y al Sandalio corretearse. Yo creo que también se volvieron un símbolo; en este lugar todo ha de ser posible.
Y tan es así que mi abuelito Milburgo, papá de mi mamá, se casó con mi abuelita Raquel, mamá de mi papá. Los dos ya viudos. En la temporada de siembra nos tocaba irnos al Terrero, dos cerros al sur, a casa de mi abuelita Raquel, mientras mi abuelito Milburgo trabajaba la tierra con sus peones. Así nos traían: de abril a mayo que se hace la limpia de la tierra, nos tocaba estar con mi abuelita Raquel, porque ese era trabajo de hombres. Ya en junio, cuando empezaba la siembra, nos regresábamos con mi abuelito para ayudarle en los trabajos. Nos amarraba a mi hermano Polo y a mí un tecomate en la barriga y nos ponía a aventarle maíz, frijol y pepita al surco. Así nos traían, de un lado para otro, ellos se veían a escondidas y aprovechaban el intercambio para hacerse sus arrumacos. Hasta que mi abuelito se decidió a pedirle que se mudara con él, le dijo que mi hermano y yo estaríamos mejor sin andar de un lado para el otro.
El día que se mudó con nosotros, traía en su mano una pata de venado amarrada con un listón rojo, llegando a la casa la colgó a la espalda de nuestra puerta. Dijo que cuando no estuviéramos y alguien quisiera robarnos lo poco que teníamos, la pata de venado iba a ahuyentar a los rateros. Mi abuelita hablaba poco y nunca nos abrazaba, pero con esto nos demostró que nos quería.
Ella me enseñó todo lo que sé de cocina, me dijo que si no aprendía a cocinar no iba a conseguir un hombre. Para entonces yo no pensaba en hombres, pero aprendí. Me enseñó a quitarle el cuajo a la vaca para hacer el queso de aro y a distinguir entre el tomillo y la mejorana, pero casi siempre comíamos frijoles y chiles verdes a mordidas. Los días de fiesta hacíamos chachalaca en mole verde y tamales nejos para acompañar, tortitas de arroz con queso cotija o asábamos carne de venado.
Eran pocas las fiestas que se organizaban. Tan pocas que nos las teníamos que ingeniar para repetir. El doce de diciembre que se celebra a la Virgen Santísima, nos íbamos para Arcelia, a la fiesta grande que organizaba el pueblo. Veíamos como le prendían sus castillos a la Virgencita, comíamos todo lo que podíamos y a la que dejaban bailar, pues aprovechaba. Después, el doce de enero, le preparábamos su fiesta a nuestra Virgen, una fiesta pequeña para todos los que la cuidábamos. Sacábamos su imagen al patio, amarrábamos hojas de palma a un hilo que atravesábamos de un lado a otro, formando una cruz sobre nuestras cabezas, le hacíamos toritos con ramas de carrizo, forrados de cartón y con un cinturón de cohetes que iluminaban toda la noche y bailábamos hasta entrada la madrugada con las rancheras que ponía Heriberto Lugo en su gramófono.
Nosotros cuidamos a nuestra Virgen con mucho esmero. Le damos su retoque de pintura cada fin de año y le tenemos la capilla retacada de flores, muchas veces del bosque que le cortamos a la milpa o las florecitas blancas y rosas que da la clavellina, pues es lo único que tenemos. Pero es que siempre le pedimos y le pedimos, yo siempre le ruego que me deje vivir una mejor vida y luego hasta me creo que me escucha porque está ahí, toda inmóvil, con sus manos que parecen tener un puñado de frijoles para mi hambre, con sus ojitos misericordiosos que me dicen que han de intervenir por mí.
Hace unas horas llegó el flaco, así le digo a mi amor, su nombre es Ricardo. Dice que hay mucho trabajo en la capital, que hoy es domingo, que nadie notará nuestra ausencia porque acá todos los días se trabaja, que allá llegaremos el lunes que es el mejor día para buscar trabajo, que agarre mis chivas, que no tenga miedo.
Hoy supe que la virgencita me escuchó, por eso estoy sobre las ramas de este ciruelo, porque quiero
recordarlo todo, pero recordarlo bien. Durante mucho tiempo vi a la Chalupa lamerle la nuca al Sandalio, luego vi como mi abuelito paterno agarraba a besos a mi abuelita materna, vi los ojos de nuestra Santísima mirarnos a todos y pensé que el amor era fértil en estos cerros. Pensé que el amor se daba como se dan la papaya, el mango y la ciruela. Quería llegar a vieja en estos cerros y que sus olores, empujados por el viento, me golpearan la cara.
No falta mucho para que empiece a clarear el día, nos tenemos que ir antes que amanezca y se despierten las primeras mujeres a moler el maíz, antes de que mi abuelo Milburgo se de cuenta que ya no estoy acostada en mi petate, recostada sobre la almohada que lleva bordado el “no te olvido”, almohada que rellenamos con el algodón que da el árbol del pochote y que me dio mi mamá antes de irse. Ahora yo también me voy, pero, por favor, vela por mí, Veladero, como yo velé por tus tierras y tu virgen, vela por mí que yo te canto esa ranchera que tanto repite Heriberto Lugo en su gramófono y que con toda razón te dedico:
“Cariñito de mi vida dime adiós porque me voy no te quiero ver llorar yo no tardaré en volver aunque yo me vaya lejos no te dejo de querer”

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