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Un poco de mares

  • Mayela Illezcas
  • 17 jun 2016
  • 1 Min. de lectura

Eugenia, ¿has notado que dejamos de esquivar los charcos,

hace cuánto tiempo no los brincamos?

Quizá cuando llegamos a un bar.

Queríamos bailar, salir un poquito de la rutina,

de sus jaulas llenas de deberes.


La rutina es una línea marcada en el electrocardiograma,

por eso buscamos que los pies nos descongelen la sangre,

nos ofrezcan sentir la vida otra vez

con la respiración entrecortada de tanto reír.


Nos despacharon a las tres de la mañana.

Los pies buscaban vida en el pavimento,

el chispeo rociaba nuestras raíces:

los pies salientes de la tierra

y estos cabellos hirsutos, sueltos

libres por música y cerveza.


¿Qué sería la vida sin esas breves explosiones

proyectándose en la comisura de los labios?

Cadenas o esa línea de la que hablo,

No habría nada ni respiración o sueños.


Eugenia, ¿quién trae la botella?

Las calles están vacías y son nuestras,

se empapan mis pies y mi sudadera,

se acercan las cuatro de la mañana

y nosotras hablando de origen,

sobre el espiral que es la vida, el número uno sin continuidad,

el calendario maya, la fertilidad, el feminismo y su reflejo en el hombre,

la siempre continua dualidad,

un despertar cuando la noche arrulla a la ciudad

en su seno de fábricas remplazando placer enfermizo,

nubes artificiales con olores putrefactos.


Eugenia,

¿Por qué, si buscábamos vida,

no pisamos antes los charcos?



















 
 
 

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