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La muñeca de Alicia

  • Eduardo Cerdán
  • 10 jun 2016
  • 3 Min. de lectura

Esta muñeca ha encontrado su verdadera historia.

Felisberto Hernández

Mientras su papá la embestía, Alicia miraba la muñeca que desde el estante superior del librero oteaba su cuarto. Veía la piel blanquísima como de bibelot, el cabello de hilo brillante y azulado, el vestido de tela floreada y los zapatos de charol negros. La primera noche de padre e hija ocurrió cuando ella tenía cinco años. Como no sonaban en la alfombra, los pasos de Julián no la despertaron; fue la sensación desconcertante en la entrepierna lo que la sacó de su sueño. Julián había hecho a un lado el short de la pijama, con todo y calzón, y le masajeaba el clítoris con tosquedad; luego la desnudó por completo, le lengüeteó la vulva lampiña y la sodomizó antes de aceitarle las nalgas. Mamá y su niñera ya le habían hablado a Alicia sobre sus «partes nobles» y le habían enseñado que no se dejara tocar por ningún extraño. «Mi papá no es un extraño», cavilaba, así que aquello, aunque no le gustara, no debía estar mal.


Esa noche y las siguientes, que no fueron pocas, se mantuvieron secretas porque Julián supo conminar a su niña, ora con amenazas, ora con regalitos, para que callara. En lo que Julián se satisfacía, Alicia se concentraba en el turquesa de los ojos inmóviles e imaginaba qué se sentiría ser un juguete; no sólo para su papá, sino para todo el mundo. «¿Será que la muñeca piense?», se preguntó en varias ocasiones para evadir la imagen de su padre sudando a borbotones encima de ella.


Fue hasta poco después de su cumpleaños ocho cuando vio que la muñeca le guiñó el ojo izquierdo: señal de que, en efecto, pensaba. Aquella noche, en cuanto Julián se hubo vaciado para después abandonar el cuarto, Alicia se levantó a tomar la muñeca. La examinó, le habló y, aunque el juguete seguía igual de inerte que siempre, tuvo la certeza de que estaba viva. La dejó en el estante y se fue a dormir.


Más tarde soñó que era ella la que veía su cuarto desde lo alto. Aunque lo intentaba, no podía gritar ni pedir ayuda ni estirar las extremidades. Sentía impotencia y unas hondas ganas de llorar, pero ni una lágrima rezumaba por sus nuevos ojos de plástico. En eso despertó.


Por la mañana, luego de vestirse con su uniforme de primaria: chazarilla blanca, suéter gris, falda a cuadros, calcetas a la rodilla y zapatos de charol negros, Alicia fue al baño para limpiarse la saliva seca de las comisuras. Cuando notó que un mechón suyo se había vuelto de un tono azulado y que la mitad de su cara tenía el color de un bibelot, sintió que se le anudaba la garganta porque dentro de poco dejaría de moverse. Pero luego le consoló pensar que la vida vegetativa de la muñeca, llena de calma y silencio y contemplación, era mil veces mejor que la suya.

«Lo único que voy a extrañar —pensó— van a ser los hot cakes que prepara mi nana».

Eduardo Cerdán (Xalapa, 1995) es narrador y ensayista, estudiante y profesor adjunto en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha sido premiado en concursos nacionales de cuento y ha colaborado en las revistas Círculo de Poesía, Revista de la Universidad de México, Punto en línea, Paradigmas y La Palabra y el Hombre. Es columnista en Cuadrivio Semanal y algunos de sus cuentos se tradujeron al francés.

 
 
 

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