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Tortura: método de indagación y procuración de justicia

  • Alejandro Castañeda e Itzel García
  • 27 may 2016
  • 11 Min. de lectura

Iguala y Tierra Blanca, ¿casos aislados?

Las desapariciones de 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa por parte de policías municipales en Iguala y de 5 jóvenes por parte de policías estatales en Veracruz no representan casos aislados. Por lo contrario, simbolizan una dificultad conceptual, pero a su vez pertenecen a una regularidad criminal pocas veces dimensionada adecuadamente: la que proviene de los aparatos de seguridad del Estado.


En la Convención Interamericana sobre la Desaparición Forzada de Personas de la Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos, se define la desaparición forzada como "la privación de la libertad a una o más personas, cualquiera que fuere su forma, cometida por agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúen con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la falta de información o de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o de informar sobre el paradero de la persona, con lo cual se impide el ejercicio de los recursos legales y de las garantías procesales pertinentes."


Es decir, se trata de una violación directa a los derechos humanos de los individuos; una acción intencionada que es ejercida por parte de las autoridades (Ejército, Marina, Policía), por acción –materialización o colaboración en los hechos- u omisión; así como la obstrucción de la justicia y de los debidos procesos por los mismos aparatos que debieran garantizarlos.

Los dos casos arriba mencionados coinciden en tres aspectos fundamentales: la participación de agentes del Estado, la colusión con el crimen organizado y el método de desaparición: la incineración y trituración de los restos.Este último punto es el que presenta la dificultad para determinar si, en efecto, se trata de desaparición forzada. En ambos casos la narración oficial apunta no a la desaparición de las personas, sino de sus restos. Luego de ser asesinados los jóvenes, sus cuerpos habrían sido incinerados y los restos triturados y arrojados a ríos.


Las versiones oficiales también distinguen dos momentos en las acciones: la retención de las víctimas por parte de las autoridades, y la materialización de los asesinatos y desapariciones por obra de los grupos criminales. Dicha distinción pone el énfasis en el homicidio y la materialización de la desaparición por parte de los presuntos delincuentes, y obvia o minimiza la participación de los agentes bajo la coartada de las manzanas podridas, lugar común desde que comenzó la estrategia de despliegue militar contra el crimen organizado a finales de 2006.


Por ser en apariencia un método exclusivo de los criminales, resulta necesario consignar otro caso que integra los mismos elementos: el homicidio y desaparición de los restos de José Heriberto Rojas perpetrado por el general Manuel Moreno Aviña, en Ojinaga, en el marco del Operativo Conjunto Chihuahua en 2008.


El caso de José Rojas es clave para comprender casos como Tierra Blanca y Ayotzinapa; para no entenderlos como casos aislados o excepcionales; para ubicarlos en una dinámica delictiva pocas veces dimensionada apropiadamente: la que se gesta desde las autoridades encargadas de establecer el orden, en colusión o no con el crimen organizado. Asimismo, el método empleado en la realización de los crímenes no deja de ser llamativo.


Ayotzinapa: la tortura como método de indagación

El pasado 24 de abril se dio a conocer el último informe del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) con respecto a los acontecimientos ocurridos en septiembre de 2014 con los 43 normalistas de Ayotzinapa, quienes fueron detenidos por policías municipales de Iguala y, posteriormente, entregados al grupo criminal denominado Guerreros Unidos.

Después de la polémica desatada entre los miembros del GIEI y el Gobierno Federal por las inconsistencias que el grupo encontró en la construcción de la “verdad histórica”, se hicieron públicas las diversas irregularidades que hubo en la investigación y recolección de datos. Las revelaciones del GIEI se enfocaron, principalmente, en denunciar la manipulación de evidencia por parte de las autoridades, el ocultamiento de datos e incluso la desaparición u omisión de pruebas cruciales para el esclarecimiento del mismo.


Uno de los puntos que más impacto tuvo en el informe de Expertos Independientes fue la confirmación del uso de tortura como método de indagación. Según las declaraciones emitidas por el GIEI, la obtención de confesiones de los implicados en el caso de los 43 se dio utilizando métodos que vulneraban la integridad y los derechos humanos de los presuntos culpables.

El semanario PROCESO destacó que miembros del Consejo Internacional de Rehabilitación de Víctimas de Tortura (IRTC) llevaron a cabo el análisis de las certificaciones médicas de los detenidos en diversas etapas de su arraigo. La conclusión fue que, en cada revisión médica, los inculpados presentaban nuevas lesiones. Por otra parte, en las declaraciones de los arraigados se consigna que fueron torturados y encauzados para brindar sus confesiones (cabe destacar que éstas sirvieron para cimentar la verdad histórica, emitida por el ex Procurador General de la República, Jesús Murillo Karam).

Los detenidos declararon haber sido fotografiados en las partes donde recibieron las lesiones, sin embargo, estas no están consignadas en reportes o expedientes de las víctimas (situación que se suma a la lista de irregularidades en el caso). Pese a las denuncias existentes en cuanto a los casos de tortura que se presentaron en el proceso, el GIEI destacó que no se tomaron medidas por parte de los organismos de justicia mexicanos (e incluso se ignoraron las recomendaciones).


Por su parte, la postura del Gobierno con respecto al caso es que se dio tiempo suficiente al grupo de expertos para la realización de las conclusiones pertinentes. Al salir de territorio mexicano, el investigador del GIEI, Francisco Cox, declaró en entrevista con Expansión la percepción de un notable cierre por parte de las instituciones y autoridades para el desarrollo de la investigación.


Hubo pues un claro deslindamiento de responsabilidades por parte de los altos mandos involucrados en el tema (basta recordar al ex gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre), así como una falta de aplicación de la ley, pues hasta el momento la acción penal se ha ejercido sólo hacia los pequeños elementos de la estructura jerárquica, mismos que recibieron órdenes para actuar desde recintos de poder más amplios.


2008: Ojinaga

El 28 de abril de 2016, Manuel Moreno Aviña fue sentenciado a 52 años y 6 meses de prisión al comprobarse su responsabilidad en los delitos de tortura, homicidio y destrucción de cadáver en agravio de José Heriberto Rojas, cometido en 2008. Por primera vez en la historia de la justicia mexicana, un general de brigada Diplomado de Estado Mayor (DEM) fue sentenciado por autoridades civiles.

Desde abril de 2008 y hasta agosto de 2009, Moreno Aviña fue comandante de la Guarnición Militar de Ojinaga, Chihuahua, en el marco del Operativo Conjunto que el Gobierno Federal emprendió en la entidad.

Por órdenes directas de Aviña, el cadáver de José Rojas fue subido a un vehículo y transportado a un rancho donde lo incineraron de manera clandestina; ello sin hacerlo del conocimiento de la autoridad ministerial correspondiente, conforme a lo señalado por el Consejo de la Judicatura Federal tras dar a conocer la sentencia del Juzgado Décimo de Distrito con sede en Chihuahua.


La mañana del 25 de julio de 2008, Rojas, veinteañero originario de Uruapan, Michoacán, fue detenido y trasladado a las instalaciones de la 3ª Compañía de Infantería No Encuadrada (3ª CINE). Ahí murió con las manos esposadas, envuelto en una cobija corrugada blanca, empapado, amarrado a un poste de una palapa ubicada detrás del comedor del complejo militar.

La causa del deceso fueron las descargas eléctricas que el soldado Elías García, por orden del Mayor Alejandro Rodas Cobón, le aplicó en los testículos para que diera información sobre el asesinato de un soldado.


La muerte de José Rojas fue comprobada por el Capitán Primero Cirujano Dentista Luis Mario Victoria Ordaz y luego por el Capitán Primero Médico Cirujano Héctor Hernández Gutiérrez, quien escuchó su corazón, le tomó el pulso e intentó reanimarlo con masaje cardiaco. Cuando informó al Mayor Rodas que debían trasladarlo a un hospital, este, asegura el médico en su declaración, se negó y contestó: "Está bien, doctor, ahí le hace un certificado y le pone que murió por sobredosis". Horas después, y a más de 100 kilómetros de distancia del lugar de su muerte, al cadáver de Rojas le fue prendido fuego. Bañado en diesel, el cuerpo fue calcinado en el rancho El Virulento. Estaban presentes oficiales y soldados. Las cenizas fueron arrojadas a un arroyo.


La incriminación de Moreno Aviña surgió de la declaración del Mayor de Infantería Alejandro Rodas, segundo comandante de la 3ª CINE cuando ocurrieron los hechos. Según Rodas, fue Moreno Aviña quien ordenó al teniente de Infantería Jesús Omar Castillo la desaparición del cadáver de Rojas.

Aun cuando Manuel Moreno Aviña fue condenado por la tortura y homicidio de Rojas, los señalamientos hacia el cuerpo militar de la 3ª CINE no se agotan en él. También se les imputan cargos de corrupción y abuso de autoridad. Destaca el haber recibido sobornos del grupo llamado La Línea, célula del Cártel de los Carrillo Fuentes. Pero más allá de eso, en lo concerniente a la tortura y el homicidio, hay al menos seis casos más aún no esclarecidos, los cuales hacen ver que la muerte de Rojas a manos de militares no es un hecho excepcional.


Los jóvenes de Playa Vicente

Cinco jóvenes fueron desparecidos por policías estatales de Veracruz el 11 de enero de 2016. José Benítez de la O (24 años); Mario Arturo Orozco Sánchez (27 años); Susana (16 años); Alfredo González Díaz y Bernardo Benítez Arróniz (ambos de 25). Viajaban en un Jetta color gris con rumbo a Playa Vicente. Cuando se dirigían a sus hogares, después de haber festejado el cumpleaños de Mario en el puerto de Veracruz, fueron detenidos por una patrulla cerca de un centro comercial alrededor de las 10 horas.

En la patrulla pick-up iban los policías Luis Rey Landeche Colorado, Omar Cruz Santos, René Pelayo Vidal y Edgar Omar Ruiz Tecalco. Los cuatro policías fueron detenidos el 14 de enero y aceptaron haber retenido a los jóvenes, pero declararon desconocer su paradero.


A las 12:21 de día 11, el auto de los jóvenes fue captado por una cámara de seguridad mientras seguía la patrulla pick-up. En ese momento los jóvenes ya iban a bordo de la patrulla y el Jetta era conducido por un oficial; detrás del auto gris iba una camioneta blanca de doble cabina con dos policías estatales más: Rubén Pérez Andrade y Edgar Ramón Reyes Hermida.

Por la noche, Bernardo Benítez denunció ante el Ministerio Público de Tierra Blanca la desaparición de su hijo –de igual nombre- y los otros jóvenes. El 17 de enero la Fiscalía estatal informó que detuvo a Marcos Conde Hernández, delegado de la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) estatal en Tierra Blanca, y al policía estatal Otoniel Cruz Lianres, por su probable responsabilidad en la desaparición forzada de los cinco jóvenes. Un día después fue detenido Edgar Ramón Reyes Hermida.


La División de Gendarmería de la Policía Federal (PF) halló el 9 de febrero cientos de restos óseos en el rancho El Limón, ubicado en el municipio veracruzano de Tlalixcoyan. Según Luis Ángel Bravo, fiscal General de Veracruz, el rancho había sido utilizado durante años por grupos delincuenciales. Allí asesinaban, incineraban y desaparecían a personas, informó el fiscal ese día.


De los restos hallados, personal de la PF, de Gendarmería y de la División Científica pudo confirmar que eran pertenecientes a 14 personas, una de ellas del grupo de cinco jóvenes desaparecidos: Bernardo Benítez Arróniz. De Alfredo González Díaz sólo encontraron una mancha de sangre. El 13 de marzo, Rubén Pérez Andrade, el octavo policía implicado fue detenido. Declaró que todas las víctimas fueron golpeadas, asesinadas y sus cuerpos destruidos o triturados. Dijo que detuvieron a los jóvenes simplemente porque “les parecieron sospechosos, al estar cinco jóvenes fuertes, juntos”.


De su declaración destaca que fue Marcos Conde Hernández quien les dio la orden de desaparecer a los muchachos. En el cumplimiento de ello, participaron los siete policías detenidos, incluido Pérez, a quienes señaló como escoltas del delegado de la SSP de Veracruz en Tierra Blanca. Cabe señalar que desde 2014 Conde Hernández, quien habría dado las órdenes a sus escoltas de entregar a los jóvenes a miembros del CJNG, había sido denunciado ante el entonces titular de la Secretaría de Seguridad Pública, Arturo Bermúdez Zurita, por retener a otros muchachos. Según la declaración de Pérez Andrade, los cuatro varones fueron subidos a la cajuela de una camioneta Mazda; Susana iba en el asiento de copiloto compartiendo lugar con Reyes Hermida.


Al llegar al rancho El Limón ya los esperaba un grupo de jóvenes no mayores de 25 años. Bajaron a los muchachos de la cajuela. Luego los metieron a un cuarto de lámina, del cual los iban sacando uno por uno para golpearlos en el pecho y la espalda, al tiempo que les preguntaban para quién trabajaban. Dos de ellos habrían dicho que para el líder del Cártel del Golfo en Playa Vicente, Veracruz.


El policía incluso declaró que él y su compañero Reyes Hermida vieron cuando los mataron: “acostaron a los jóvenes boca abajo, incluyendo a la muchacha. Recargaron sus cabezas sobre una piedra. Un sujeto agarró un hacha grande, como de 50 centímetros de larga. Y con la parte que no tiene filo les daba un golpe muy fuerte en la nuca y los mataba”.


El 15 de marzo, Roberto Campa Cifrián, subsecretario de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación, informó que cinco presuntos integrantes del Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) fueron detenidos por su supuesta participación en la desaparición de los cinco jóvenes. Y añadió que los testimonios recabados eran coincidentes con la declaración de Pérez Andrade.


Con base en esas declaraciones, y la confirmación por parte del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), de que los restos hallados por la PF sí correspondían a Bernardo Benítez, se gestaba una declaratoria de verdad en el caso: los policías detuvieron y entregaron a los jóvenes a un grupo del crimen organizado, quienes los mataron y destruyeron sus cuerpos.


No obstante, el paradero de los otros tres jóvenes seguía sin estar esclarecido. A ello se sumaba la negativa de los padres de Alfredo por que el EAAF hiciera exámenes a la mancha de sangre hallada, pues la consideraban evidencia insuficiente, razón por lo cual el único joven plenamente identificado es Bernardo.


La tierra de las desapariciones forzadas

La tipificación de desaparición forzada resulta problemática dado que las investigaciones y las evidencias halladas, así como las declaraciones de los auto-inculpados autores materiales, apuntan al homicidio y desaparición de los restos humanos. Pero ello no es razón para obviar la acción de las policías municipal y estatal en Iguala y Tierra Blanca.


Las supuestas incineraciones de los cuerpos de los jóvenes de Ayotzinapa y de Playa Vicente, en los contextos de alta incidencia criminal de las regiones en que ocurrieron los hechos, debe cambiar la narrativa de casos de policías corrompidos, cooptados y coludidos hacia una visión integral del problema.

En Tierra Blanca el fenómeno no puede ser visto desde la perspectiva de un hecho excepcional. Huelga decir que Veracruz tiene un registro histórico de 520 desaparecidos que investiga la Fiscalía General del Estado y 165 casos están a cargo de la Procuraduría General de la República (PGR). Tan sólo en 2015 se denunciaron 565 homicidios dolosos y 97 secuestros, según cifras oficiales.


Por su parte, Guerrero tiene un récord de 265 personas desaparecidas por el fuero Federal y 909 casos más por el fuero común. En los últimos dos años, incluso antes de la desaparición de los 43 normalistas, el estado ya destacaba por el incremento en los índices de violencia. Fue el cuarto más violento en 2014, sólo detrás del Estado de México, Michoacán y Guanajuato. Cerró ese año con un total de 2,107 homicidios y el hallazgo de decenas de fosas clandestinas.

En el caso Iguala, la participación de tres distintas corporaciones de policías es señal, por una parte, del poderío que ha llegado a tener en ciertas regiones del país los grupos de la delincuencia organizada, en su vertiente del narcotráfico; por otra, de una situación estructural, social, que permite no sólo la cooptación, sino de un sistema sustentado en el poder económico obtenido lícita e ilícitamente. José Luis Abarca y los presidentes municipales vecinos son muestra de ello.


Asimismo, aunque Ojinaga parece en principio un caso aislado y lejano en el tiempo, no deja de ser significativo que un método comúnmente asociado a los grupos delincuenciales sea llevado a cabo por las fuerzas armadas, y ahora por policías y delincuentes en colusión.


La narrativa de estos sucesos debe modificarse en un sentido fundamental. Se trata de concebirlos a partir de una cadena de acontecimientos ininterrumpidos: detención, retención y entrega a los delincuentes, en los que la acción de los elementos es la fundamental para el desarrollo de los hechos.

Asimismo, las declaraciones de los auto-inculpados, más allá de los detalles de los acontecimientos, también dejan en el aire la versión de que los jóvenes de Ayotzinapa y de Tierra Blanca pertenecían a grupos delincuenciales. Esto lleva a la criminalización de las víctimas, o bien a la justificación de sus fatales destinos. Cuestión que en el caso Iguala ha sido uno de los principales argumentos para “comprender” los hechos de septiembre de 2014.


Pero si bien uno o dos casos no implican incriminar a todo el organismo estatal, ante tendencias y regularidades delincuenciales (como las presentadas en los estados de Guerrero y Veracruz) sí se amerita que las procuradurías General y estatales resuelvan sus respectivos casos y den respuesta no sólo de los casos específicos y sus móviles, sino en función de los contextos de violencia.

En suma, Iguala, Tierra Blanca y Ojinaga más que casos específicos y únicos, son distintos rostros de un fenómeno más amplio: las acciones criminales de policías y militares en contra de civiles. Éste ha llegado a desdibujar las líneas divisorias entre actos criminales “exclusivos” de la delincuencia organizada y apunta más hacia la criminalidad inserta en los aparatos de orden y justicia a los que no se reducen, aunque es en ellos donde muestran su rostro más amenazador.

 
 
 

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