Amapolas
- Iván Trujillo
- 19 ene 2016
- 5 Min. de lectura

Las calles de la colonia Roma son el laberíntico devenir de resaca y fiestas juveniles. Parejas abrazadas con aroma a tabaco y sexo se abren paso desde cualquier punto del corredor –limbo sociocultural- hasta cualquier punto del metro. No hay experiencia alguna como bajar solitario y oloroso a las calles para comprar un café, prender un cigarro y desfilar por Álvaro Obregón a las ocho de la mañana con rumbo a ninguna parte. Nada como el placer de enfriar la cara con el fresco matinal. Al menos un par de cientos de veces en la vida. Esto es realismo mágico. Estridentismo. El fin de la adolescencia, aunque adoleceremos tan viejos que no existe diferencia.
Luego de la oficina me había encaminado hacia una fiesta sobre Mérida. El número 132 es testimonio del inconsciente juvenil por vivir la vida que nos sobra tras ocho horas de trabajo y cuatro de traslado. El eje de todos nosotros, puedo remarcar, es que dentro no somos nadie sino nosotros. ¿Qué somos? No lo sabemos, pero somos. Nadie nos dice cómo, cuándo, qué. Platicar de mujeres, Borges, música o cuánto nos apetece estar ahí. El placer de salir a la calle con la resaca sexual y alcohólica no es otro sino la fuerza para enfrentarse al mundo otra semana.
Buscaba algún café abierto. Me abrigué tan bien como lo permitieron mis manos y me encaminé por la calle. Doblé en Chihuahua y encontré un puesto callejero en la esquina con Frontera. Un café de olla, por favor. El líquido caliente me regresó algunas horas de vida para el sábado venidero con diez horas por delante de mí. Crucé miradas con algunos otros resacosos, yonquis y yuppies de la Condesa. No importa quién sean, todos aquí tenemos las mismas necesidades. Queremos un momento de alivio. Un rico café. Sabernos vivos. Hey, colega, te ves fatal, ¿quieres un cigarro? Seguro no le importará que sean unos Delicados.
Me encaminé de regreso por Chihuahua. Nunca había puesto suficiente atención al entorno hasta ahora. Algo, en algún momento, simplemente hace mover los ojos hasta un punto sin retorno. Los míos me llevaron al número 59 de esa calle. Una casa modesta en comparación con los grandes condominios que la flanquean, propia del aroma tradicional. Sinestesia visual. En la puerta había un pequeño manojo de flores rojas. En las flores había una mano sosteniendo y una nariz husmeando el rastro de las flores. La chica con las flores en la mano era ajena al ambiente salvaje de las mañanas en la Roma, pero algo hacía ahí, justo como yo. Quizá pertenece a los pasos que no conozco de esta calle y sus alrededores en las horas más fluidas del día.
“Son amapolas… qué bonitas”, saludé. La sutileza es una especie de albur refinado; un mensaje inconsciente de buenaventura. Sonreí lo mejor que pude.
“¿Amapolas? Eh… sí, lo son…”, dijo mientras se sonrojaba. ¿Cuánto le tomará igualar el tono de sus mejillas con las flores?
“¿Te sorprenden?”
“Sí… bueno, no sé quién pudo dejarlas”, titubeó. No supe si indagar en la nulidad o totalidad de posibilidades con rostro que pudieron dejarle ese regalo. A mí me gustaría recibir flores alguna vez. Pero ella parece más extrañada.
“Quizá tienen algún significado, ¿no? Toda flor tiene historias, cómo se entregan; su corte, tallo y especie. Algunas son especiales, algunas incluso fatales… es decir, no se aparecen solo así porque sí, ¿no crees?”, dije. ¿Qué tenía ella como para quedarme a explicarle algo así? Pocas veces interesa.
“¿Y estas… amapolas…? ¿Qué pueden significar?”, me preguntó. Quizá pudo hacerlo hacia la nada, pero estaba ahí para su mala suerte y escuchar. Responder.
“¿Sabes qué se obtiene de ellas?”
“…”
La miré un poco. Parecía que estaba a punto de desmayarse de vergüenza o algo. Sus ojos me miraron en la fugacidad a través de sus lentes. Tomé mi distancia y la miré con toda la calma que pude transmitirle. ¿Fumas? Entonces mejor después.
“Las amapolas son ancestrales. Para las antiguas civilizaciones, como tener medicina en una preciosa presentación. Más de una. Hay muchísimos colores y especies. Los de tu mano son unos excelentes ejemplares. Pero… su uso se sobreexplotó; la convirtieron en materia prima para el opio y luego pasó a ser prohibida y exterminada…”
“…¿entonces qué quiere decir eso?”. La curiosidad le hizo formular más preguntas. ¿Cómo? ¿Cuándo?
“Bueno, te puedo decir qué veo”, le aseguré. “Una amapola y cualquier flor es. Sólo es. Puede tener aromas preciosos o utilidades extraordinarias. La gente, nosotros somos quienes solemos dar apelativos a los objetos. ¿Por qué debe ser una amapola una flor malvada? Sirve para crear algo que el hombre consume y es el mismo hombre que la tacha de dañina. Los objetos preciosos o fuera de nuestro entendimiento pagan ese precio, el calificativo. Podrán decirle todo, pero la flor será tan bella como se lo permita la vida misma. ¿Quieres que te diga qué creo? Creo que la gente envidia esa cualidad del entorno. Las amapolas viven ajenas a toda palabra o mirada. Crecerán bellas si las riegas. Si no, sabrán adaptarse hasta convertirse en esas maravillosas flores de tu mano. Si alguien te regala amapolas, creo que busca darte algo que simbolice tu esencia con una de las flores más bonitas que puedes encontrar. Míranos a nosotros, buscamos lugares donde podamos existir libre del juicio, la imagen o cualquier índice en nuestra cara y nos escondemos para sentirnos libres, nadie es muy diferente al resto, pero aquí concurrimos. No todos podemos ser amapolas, ni vivir libres del prejuicio, nos marchitamos con palabras y nos secamos con la indiferencia… colisionamos o vivimos para contarlo…”
”Entonces…”
“…si alguien te regala amapolas, considéralo un aliciente de la vida misma, de la tuya y tu libertad para ser; o bien, quiere decirte cuánto le haces sentirse como una”.
“No creo que haya nadie así…”, concluyó para sí misma.
Olvidé todo, incluso dónde estaba. Esas amapolas no se iban a marchitar solidarias con el vacío. Quien las viera, se vería a sí mismo. Su mirada seguía perdida entre las flores y el no sé. Soñadora, más distraída, pero en su propio sueño. Le pedí el manojo de flores y luego lo extendí.
“Toma. Para ti”. Le volví a regalar el mismo ramillo.
“¿Por qué?”
“Porque me hiciste ser amapola unos minutos…”
“¿Por qué?”
“Porque fuiste amapola unos minutos…”
“Pero…”
“No subestimes el lugar donde vives… de todos los lugares de la ciudad, éste es donde cualquier cosa puede pasar”. Y pasó.
Le di un abrazo y eché a andar de nuevo por mi ruta. No tenía mucho sentido voltear a ver. Me sentía un poco tonto por todo ello. Sigo pensando cómo devienen esa clase de reacciones espontáneas. Si serán las correctas o si todo en esta vida se encuentra libre de ese juicio. Correcto sólo se convierte en comodidad o felicidad. No sé de dónde salieron las amapolas. No sé por qué conoces a una persona antes de verla y corres al plantío de tus vecinos para arrancar un puñado de flores antes de llegar a su casa. O si alguien sólo decide colocar esas flores en la puerta y salir corriendo… qué hubiese hecho yo… creo que todos buscamos ser. Para eso vivimos y terminamos encausados al deseo de otros. Otras flores. Otro suelo. A veces aferrados y a veces resignados.
“…¿y a ti qué flores te gustan más?”, alcanzó a gritar la chica.
“…solían gustarme los girasoles”, le dije.
No quise voltear y saberme vano. Hay más deseos que acudir a Mérida 132, comprar alcohol, cigarros y perderme con gente que finge ser lo mismo cuando ellos alimentan su propio segmento social con charlas banales y sexo casual. De verdad quise ser una amapola y lo fui por unos momentos a través de esos ojos y sus vitrales. Quise ser amapola tan roja como sus curiosas mejillas. No quiero voltear… pero ya no tengo más café.
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