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El Café de Nadie

  • Iván Trujillo
  • 18 dic 2015
  • 4 Min. de lectura

La conocí en el Café de Nadie. Un segmento de la metafísica perdido en las calles del centro. Sitio destinado a emular al Café Europa en Jalisco No. 100 (en la ciudad de Xalapa), a su vez rebautizado como el Café de Nadie, cuyo concepto reapareció por un breve periodo al final de los años ochenta en la colonia Roma, sin advertir que el Estridentismo nacido en ese lugar se convertiría en el auge del posmodernismo vanguardista. Sobre todo de una sección consumista del primer mundo en aras de mutilar su propia identidad del tercer sótano. El recuerdo de todo ello yacía ahora en este establecimiento olvidado por dios. Estridente, desde luego. Aquí bajaban las subculturas globales sobrevivientes al golpe temporal de la tendencia. O quizá este sitio solo rendía honor a la novela de Arqueles Vela en afán de llamar la atención de los nuevos consumidores del arte industrializado y prosperar en su negocio. Como Maples Arce, entré al sitio y reinaba la Nada. Mesas de madera y sillas metálicas de Corona hacían el entorno más sombrío que austero. Me senté en la mesa contigua al mostrador. Limpié las colillas de la mesa y prendí un Delicado. Alguien aquí no seguía la normatividad del Gobierno de la Ciudad de México. Si lo vemos bien, nadie la sigue. Desde los estridentes hasta los delincuentes. Cada uno lo hace a su manera. Un poco de humo estaba bien para un sitio lejos del ojo público. Menos dañino, o al menos más lento. Del mostrador salió una chica de no más de 26 años para ofrecerme una gama de bebidas extravagantes. Solo le acepté el café y estaba en mi mesa un minuto después. Brindé con el espectro de Vela, quien se ligaba a Tina Modotti. En otra mesa, Revueltas y Arce peleaban con Cueto sobre el endiosamiento de figuras artísticas y la paradoja de rendir culto a las figuras influyentes en esa corriente. Levanté mi taza al viento y brindé por el sinsentido. Nadie escuchó. Esto era el Café de Nadie.

II

Atravesó la puerta y caminó hasta la mesa al otro extremo de la mía. Llevaba ropa oscura aterciopelada y un sombrero amplio. Pidió café. Prendió un Lucky Strike y revisó su celular. Ansiedad era mi diagnóstico para la velocidad de sus dedos. Su café llegó a los tres minutos. Agradeció. Su español era extraño. Su aspecto también. Preciosa manía y muy bella coincidencia encontrar una mujer escocesa en este sitio de todos los disponibles para un extranjero en la ciudad. No podía quitarle los ojos de encima. No le llamaría embeleso, sino una fascinación por mi contexto. Casi morbo. Después de mirarla y perder la cuenta de sus sorbos, volteó a verme. Apenado, cambié la mirada hacia mi taza ahora vacía. Aquello se convirtió en un ciclo de dos o tres revoluciones hasta que nuestras miradas se cruzaron inevitablemente. Sonreí y ella hizo lo propio. No fue una sonrisa, sino una mueca de reconocimiento. Te estoy viendo mientras sé que me ves. Y eso que ni siquiera he visto tus piernas, mujer. Para romper su concepto del silencio, puso una canción. Moonage Daydream rebotó por el Café de Nadie. Canté en voz alta el coro. Freak out in a moonage daydream, oh, yeah! Dejé mi mejor nota al viento, no por el sentimiento de la canción, sino para ser notado por una chica. Funcionó. Me miró y sonrió. Diferencia abismal con su primera expresión. Supongo, la segunda impresión es aún más drástica o más romántica. Recordé a Shakespeare y su teoría sobre las impresiones: es más hermoso enamorarte de una persona que no te causó impacto a primera vista. Caminé a su mesa con la taza en alto y el alma sumida en el absurdo “chingue su madre”. Somos estridentes y nos gusta Bowie, cielo.

III

Se llama Helen. Nina, le puse para mis adentros. Aquella prima de Rents en la novela de Trainspotting que cobró forma en mi mente no por la narrativa de Irvine Welsh sobre el personaje en sí, sino por la lascivia del resto de personajes en torno a Nina. Si Nina tenía cara, era la de Helen. Helen era Nina aunque en una versión más oscura y madura. Proveniente del sur de Escocia. Piel blanca. Rasgos afilados. Pedí un par de cafés más. Platicamos a medias aunque lo suficiente para entendernos. Su español era malo. Mi inglés es peor y más aún si tiene acento escocés de barrio bajo. Borges decía -irónico y certero- que el lenguaje oral era limitado e inútil. Justo ahora le di la razón. Los traspiés de nuestra conversación apenas pudieron decirme que Helen amaba a Bowie tanto como amaba a Siouxie Sioux. Que le gustaba el post punk. La cultura underground de finales de los setenta era su ambiente. En cambio, su aspecto me decía más cosas. Sus piernas me daban un esquema perfecto de las calles del sur de Escocia y sus ojos daban testimonio de su historial sexual. Profundos. Duros de sostenerle la mirada. Poco enamoradiza. Algo ególatra. Huidiza. Aburrida del todo y ajena al absoluto. Lo único que sabia sobre Escocia eran las referencias de Welsh al viejo y nuevo mundo; un esbozo del primer furor por los teléfonos celulares y la ropa Armani. Helen tenía historias de su barrio. Yo de las mías. Me gustaba Helen, pero le veía con ojos de Nina. Pude preguntarle un centenar de cosas con mi propia respuesta premeditada. ¿Te gusta The Idiot? Es de mis discos favoritos de toda la vida, aunque no tanto como el Ziggy Stardust, o el Heroes. De serte sincero, no me gusta Siouxie and The Banshees; prefiero a The Cure tal y como aparecieron en el Seventeen Seconds. Me gusta el café. Me gustas. Te besaría pero no nos entendemos. ¿Qué haces aquí? ¿Tienes guantes de encaje negro en tu ropero? Pintó sus labios de rojo mientras mandaba un beso al reflejo del celular. Nice to meet you. Un placer. ¿Te vas? Adious. Gur bai. Abandonó el sitio y volvió a ser el Café de Nadie. Vela y Arce se partieron de risa. Par de culeros.

La mesera se acercó para cobrarme 120 pesos por cuatro tazas de café. Un verdadero robo. Posmodernos, ya te digo. Nunca más me cruzaría con Helen. Ahora, cuando vuelva a hojear ese capítulo de Trainspotting, Nina guardará en su bolso un disco de Bowie, junto a sus bragas manchadas de sangre.

 
 
 

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