Bíblicos
- Montserrat Pérez
- 18 dic 2015
- 3 Min. de lectura

En los nombres llevaban la penitencia. No fue su culpa, es lo que pasa cuando nombras a tus hijos con nombres bíblicos tan fuertes. Él era Adán y ella María. Vaya si no iban a encontrarse. Vaya si no iban a chocar. Testigos aseguran que estaba escrito en las estrellas. Yo digo que fue física. Trenes a alta velocidad sobre una misma vía, vaya.
Por ahí dicen que no hay mejor afrodisíaco que una buena charla. Son las palabras las que encuentran el camino de una boca a otra y se meten en el pecho. Encienden corazones, bajan por el abdomen y se quedan en el vientre. Ahí dentro vibran hasta que la gente no puede más. Ellos hablaron un par de horas, tal vez menos, tal vez más. Adán usaba maquillaje, más que María, pero qué bien se veía.
Ojos delineados, boca bien pintada, la base perfecta.
Grabadora encendida, cuaderno para notas en el regazo. El cabello de María es largo y rizado en las puntas, los ojos los tiene grandes y la sonrisa franca. También tiene unas piernas que se antojan enredadas en cualquier cintura, pero en este momento todo es muy formal. Saludos, preguntas de rutina, planes, cualquier cosa que Adán diga vuelve loca a la gente. Pero ya no hay regreso, a él se le metió la imagen de ella en una bicicleta, a ella la de él recitando poesía en una calle de París.
Sí, fue París. “¿Tú dónde vivías?”, “¡Ah, yo vivía a un par de pasos de ahí!”. Más conversación y más veneno verbal. Imposible no caer, imposible no sentir un cosquilleo entre los muslos. Al final hay que despedirse. Él se acerca y la besa en el cachete, cerca de la comisura de los labios. Ella se siente morir. La toma de la mano: “María, te quiero conocer”.
Horas después la busca, terminan en un cuarto de hotel. Se conocen, por supuesto, como indica la Biblia que dos personas se deben de conocer. Piernas que se entrelazan, labial que queda sobre las sábanas, el sueño de regresar a París. Chocan. La culpa es de los nombres.
Crucifixión
Ayer, mientras pensaba en él, se me vino la imagen de Jesucristo a la mente. Los dos cuerpos son similares y también cómo los vi a ambos por última vez. Uno con los brazos abiertos y el pecho desnudo, sobre la cama, con los ojos cerrados y la barbilla hacia atrás. El otro con los brazos extendidos y el cuerpo desnudo en una cruz de madera. Ambos cabrones, siempre queriendo salvar al mundo, con mil amigos a su alrededor, diciendo que van a tomar agua y terminando ahogados en vino.
Así, en esa posición se ven tan indefensos, cuando en realidad hay que tenerles cuidado. Seguro Cristo también fumaba alguna hierba. Como él. Seguro también era un embustero. El mejor, por cierto. Eso hay que reconocerlo. También va a resucitar al tercer día. Me va a llamar con un aire místico: “Tú me haces sentir bien, ven, te enseño la gloria”. Pero no le contesta de nuevo. Si quiere estar muerto, desaparecido, entumbado, que se quede así. Hombres como él no cambian, nada más se vuelven más mañosos.
Miento cuando digo que no le contesté más, pero no cuando digo que fue la última vez que lo vi. Se enamoró, abandonó hasta su misión de salvar al mundo por morirse entre sus muslos. Yo vi otros cuerpos crucificados en mi cama. Pero aprendí a no rezarle a ninguno.
Comments