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La última y nos quedamos

  • Karina Carvajal Soto
  • 21 oct 2015
  • 2 Min. de lectura

“Usted bebe para olvidar...pague primero.” Así dice ese letrero de la cantina que tiene por fondo la muralla de marcas, precios, sabores y olores de bebidas que hacen de la noche un lugar de olvido. Ya sea la paloma de tamarindo, limón o perla negra no dejan de ser las anfitrionas de la mesa, sin olvidar la cerveza y el tequila.


Entre Torres Adalid y San Bernardino. Las puertas al estilo del viejo oeste se mueven sin parar de un lado a otro. Un “feliz cumpleaños” con ayuda del acordeón, la guitarra y la voz de un hombre resuenan al estilo norteño en las paredes.


Las sillas con el logotipo de la cerveza Sol, se hacen a un lado para que una pareja comience a bailar; los gritos, la risa, y el tequila suben el volumen de las conversaciones. Las mesas de madera listas con platos, que en momentos serán cambiados por cervezas.


Llega la comida en minutos, carne, tacos, consomé, molcajete con totopos para acompañar. Los meseros recorren el lugar tres veces con la mirada y cuatro con los pies, ¿todo bien?, ¿una cerveza más?, son las preguntas más frecuentes mientras buscan platos sucios, vasos vacíos o manos levantadas que necesiten de su ayuda.


La luz comienza a perder el brillo, salen destellos del tamaño de una tapa de Coca-Cola desechable. Las paredes y el techo adornado con fotografías de Pedro Infante, Cantinflas, María Félix, Kalimán, y Jorge Negrete, hacen del lugar un juego de lotería viviente.


Los servilleteros negros cambian por uno con el nombre de cerveza Sol. Las cervezas ahora se acompañan con una canasta de palomas de maíz con sal. Suenan Los Ángeles Azules de fondo, y la música sigue siendo la fiel acompañante de las conversaciones de los asistentes. Con las mejillas de color rojo como un jitomate, corean con gritos 17 años.


Las lámparas en forma de globo para dar una cálida bienvenida, están tatuadas con las marcas de cerveza XX y Corona. Puedes obtener una versión de alegría a través de la confitería en cualquier presentación: ya sea amaranto, obleas o fruta caramelizada, trae consigo un carrito de cuatro ruedas.


Al lado de éste, un mesero prende una antorcha del tamaño de una veladora, al mismo tiempo que pone encima un comal para empezar a guisar carne con especias; mueve los brazos de un lado a otro como en una coreografía. El olor de la carne con perejil se hace cada vez más fuerte.


Mientras que un hombre con la mirada fija en el piso, se mueve de vez en cuando para atrapar cualquier basura que sale de las mesas de los comensales, cualquier papel es objeto de atraparlo con el recogedor de metal; aunque apenas lo pueda sostener, la experiencia y el truco ganan en el día.


Porque en Los Remedios, todos los que entran se curan con el olor y sabor del alcohol, olvidando sus preocupaciones que cargan día a día.


Las mesas cada vez se llenan de vasos que no parecen no tener fondo, las miradas ruborizadas al calor de las baladas. Una botarga de la pájara peggy anima el último suspiro de la madruga. Ya que en la mañana aguarda un ticket con cuatro o más ceros como el total de “la última y nos quedamos”.

 
 
 

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