Sucesión en rectoría y democracia universitaria
- Iván Martínez
- 20 oct 2015
- 5 Min. de lectura
El próximo 17 de noviembre la Junta de Gobierno de la UNAM emitirá su decisión final para elegir al próximo rector de una de las universidades más importantes de América Latina. El proceso mediante el cual se designará al sucesor de José Narro Robles, ha sido cuestionado por amplios sectores de la comunidad universitaria que han señalado el carácter antidemocrático de la designación que recae en los llamados “15 notables” de la Junta de Gobierno, ante una universidad que se compone hoy en día por más de 300 mil estudiantes, 39 mil académicos y 34 mil trabajadores.
Hasta ahora, sin embargo, el debate que ocupado de este proceso se ha estancado en una crítica a los perfiles de los 16 candidatos a rectoría. Han sido impulsadas campañas para conocer la procedencia, el historial académico, la posición política y el plan de trabajo de cada aspirante; algunos estudiantes incluso se han atrevido a mostrar su apoyo a candidatos como Sergio Alcocer a través de videos viralizados en redes sociales; otros, en cambio, han hecho énfasis en rechazar tajantemente a los candidatos relacionados con el gobierno de Peña Nieto tales como el mismo Alcocer o Bolívar Zapata —conocido como el “Príncipe Monsanto” por su importante participación en la Ley Monsanto—, mientras que otros más han motivado a la comunidad universitaria a apoyar la “candidatura de izquierda” de Rosaura Ruiz, actual directora de la Facultad de Ciencias.
Es verdad que la revisión de los perfiles de los aspirantes a rectoría es una tarea que debemos atender si queremos conocer quiénes son las personas que pretenden dirigir a la UNAM en los próximos cuatro u ocho años en caso de reelección; y es verdad también que es necesario diferenciar entre un perfil y otro. Sin embargo, estrechar el debate en torno a estas coordenadas políticas, implica también estrechar nuestra participación, desde la organización estudiantil, al mero acto de apoyar o rechazar la candidatura de tal o cual personaje. Además, pareciera que estamos olvidando que la designación de rector en la UNAM es precisamente una designación a cargo de los 15 notables de la Junta de Gobierno y no una elección directa, libre y secreta de la comunidad universitaria. No habría manera de asegurar que nuestro respaldo o rechazo a algún candidato sea tomado en cuenta por la Junta de Gobierno, ya que, si bien la Legislación Universitaria estipula que este órgano abrirá durante el proceso una etapa de exploración de la opinión de la comunidad universitaria, no hay manera de saber cuántos universitarios mostraron respaldo o rechazo a tal o cual candidato y, en ese sentido, saber cómo se orientó la decisión de los miembros de la Junta de Gobierno, para quienes, por cierto, una carta firmada por el presidente de la república —o algún sector de la burocracia universitaria— puede valer más que una carta firmada por 100 mil estudiantes.
El debate actual se ha reducido al siguiente dilema: “O apoyamos a Rosaura Ruiz o permitimos que Sergio Alcocer o Bolívar Zapata, como candidatos del régimen, lleguen a rectoría”. Un dilema impreciso si nos preguntamos: ¿por qué tememos tanto que candidatos como estos últimos lleguen a la rectoría de la UNAM?, ¿por qué una autoridad personal puede tener tanta influencia sobre una de las universidades más grandes de América Latina?, o peor aún ¿por qué el gobierno federal puede intervenir en una universidad que se dice autónoma?

El gobierno de la UNAM se rige mediante la Ley Orgánica de 1945, de la que se deriva una estructura de gobierno jerárquica, vertical, autoritaria y con una alta concentración del poder en la burocracia universitaria. Recordemos que el rector es designado por la Junta de Gobierno, cuyos miembros son nombrados por el Consejo Universitario, un órgano colegiado que es, a su vez, dominado tradicionalmente por el rector en turno, a través de los llamados consejeros ex oficio conformados por los 59 directores de escuelas, facultades e institutos y que no fueron elegidos de manera directa por la comunidad, sino a través de una terna que envía el rector a la Junta de Gobierno. Los directores deben su nombramiento al rector, y con mucha regularidad representan un voto fiel en el Consejo Universitario.
Los directores, además, tienen influencia en el nombramiento de estudiantes y profesores para consejos técnicos y el consejo universitario, e influyen en la asignación de plazas para profesores. Son además miembros del Colegio de Directores, en donde se llegan a trabajar y acordar reglamentos que después se imponen en el Consejo Universitario. Pero, por si no fuera suficiente, los directores forman parte de los Consejos Técnicos de Investigación, conformados en su mayoría por autoridades designadas por el rector de la universidad.
Dentro de este organigrama de gobierno, los estudiantes, trabajadores y académicos tenemos una mínima representación y, en algunos casos, nula. Tal es el caso de los estudiantes de los Sistemas de Universidad Abierta y a Distancia, los asistentes de investigación o los profesores adjuntos. Por su parte, los sectores que estamos “representados” en realidad nos encontramos en clara desventaja frente a las autoridades universitarias, quienes pueden ocupar cargos de manera casi indefinida, mientras que a los estudiantes y profesores se les exigen numerosos requisitos “técnicos” para ocupar las consejerías. Según la Legislación Universitaria y el Estatuto General, para que un estudiante pueda postularse a ocupar una consejería técnica, necesita tener un promedio mínimo de 8, además de ser un alumno regular y estar cursando los últimos tres años de la carrera. Ante estas medidas, cabe preguntarnos ¿cuántos estudiantes son excluidos de la oportunidad de ocupar una representación estudiantil?, ¿los estudiantes que además de estudiar tienen que trabajar, tendrán el tiempo y los recursos para asumir una consejería estudiantil? Un escenario similar se presenta para el caso de los profesores.
Estudiantes, trabajadores y académicos no tenemos cabida en el gobierno de la universidad, y lo preocupante es que gracias a esta estructura de gobierno, tal como la hemos descrito brevemente —autoritaria y antidemocrática—, ha permitido que importantes modificaciones que atentan contra el carácter público y gratuito de la UNAM, se hayan llevado a cabo durante los últimos años. Por mencionar algunos casos, basta recordar la cada vez mayor injerencia del capital privado en los asuntos internos de la universidad, en sus planes de estudio o en la formación de cuadros empresariales para grandes empresas. También recordemos que hace unos meses se implementaron de manera ilegal, cobros de cuotas de hasta por 3,000 pesos en Posgrado UNAM. Otro ejemplo es el reciente uso de infraestructura, instalaciones y personal académico de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales para el beneficio de empresas como Televisa. Todas estas modificaciones al carácter público y gratuito de la UNAM se han llevado a cabo gracias a su estructura antidemocrática; se trata de un nuevo proyecto educativo que está más interesado en satisfacer las necesidades de las grandes empresas bajo el discurso de la eficiencia, la excelencia y la productividad, antes que satisfacer las necesidades del pueblo pobre y explotado.
Hoy en día, una estructura de gobierno tan autoritaria y antidemocrática como la antes descrita, permitiría que candidatos como Bolívar Zapata o Sergio Alcocer lleven a cabo reformas agresivas a la universidad que podrían liquidar todas las conquistas sociales que mantienen todavía su carácter público y gratuito. Por ello tememos tanto la llegada de estos candidatos a rectoría. Pero la UNAM se encuentra en un atolladero, porque candidaturas de “izquierda”, como la de Rosaura Ruiz, difícilmente podrían impulsar una reforma democrática al interior de la universidad, eso implicaría cuestionar a quienes deben nombramiento y pleitesía. Hoy más que nunca se hace indispensable una reforma democrática, sin duda tendrá que ser impulsada desde la organización estudiantil permanente, de la mano de académicos y trabajadores, indudablemente, una tarea ardua y de largo aliento, pero está claro que la defensa de la universidad pública y gratuita, cada vez más, depende de librar la lucha por una universidad democrática y esa lucha no la dará la burocracia universitaria.
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