1985: el año en que quebró el sistema
- Luis Alberto Rodríguez
- 21 sept 2015
- 4 Min. de lectura

La mañana del 19 de septiembre, una sacudida de tierra abrió los ojos ingenuos de cientos de miles de habitantes del corazón político y económico de nuestro país. Ese día se abrió una grieta en el tiempo, una grieta que sería capaz de quebrar las estructuras de las instituciones más inamovibles y cimbrar los cimientos de una sociedad asentada en medio siglo de presidencialismo post-revolucionario. Fue un despertar violento a una realidad miserable, a un futuro incierto y a un abandono cobarde de parte de las instituciones que por décadas aseguraron velar por nuestra seguridad e intereses.

La respuesta de la figura presidencial, tardía distante e insuficiente fue solamente el reflejo de lo que ocurría en las dependencias de gobierno, rebasados por falta de presupuesto, planeación o interés. Para la clase política, el terremoto no fue otra cosa que un catalizador para su agenda económica, ávida por hacer a México parte del boom del libre mercado.

Apenas unas semanas después del terremoto, el 9 de octubre, el presidente de la Madrid ofreció un discurso, donde anunció animoso el nuevo rumbo para México: la descentralización del aparato estatal, una política de adelgazamiento del estado que posteriormente allanaría el camino para la llegada del neoliberalismo económico. En palabras de Miguel de la Madrid la solución a la crisis era clara:
“La descentralización de la vida nacional requiere ser apoyada en una reorganización de la Administración Pública Federal, donde se mantengan las sedes de las Secretarías de Estado en la capital, pero se descentralicen recursos, oficinas y, sobre todo, facultades, como parte de un proceso más amplio que incluya la educación superior, la actividad económica industrial y los servicios, el comercio y las finanzas.”

Pero el terremoto también tuvo un altísimo costo político para el partido oficial del gobierno. Ante la incompetencia de los políticos, la política salió a las calles. Las asociaciones vecinales, las brigadas de rescate y los comités ciudadanos, obligados por las circunstancias, tuvieron que asumir el papel que al estado le quedó tan grande.
Los ciudadanos descubrieron que eran capaces de tomar decisiones y asumir responsabilidades importantes frente a la comunidad. Las clases populares, acostumbradas a callar y aguantar, entendieron que podían y debían hacer oír su voz.
La tragedia concentró la lucha social, que hasta esa fecha había permanecido dispersa, y la unificó bajo una sola bandera: el hartazgo frente a una clase política que no representa los intereses de la gente para quien trabaja. En medio de esta crisis, aparecieron notables figuras populares, que asumieron como propia la tarea de defender a la ciudadanía de los abusos y omisiones, cometidos en su contra por políticos ineptos y empresarios carroñeros.

Ahí nació Superbarrio, un personaje enmascarado surgido de la espontaneidad capitalina. De capa y calzoncillos, hizo frente codo a codo a los desalojos y desahucios sistemáticos de las viviendas más afectadas en las zonas populares. Y eso fue sólo el comienzo, Superbarrio continúo su lucha por varios años más y sólo pudo ser interrumpida por la corrupción y la cooptación partidista. Otra figura destacable de este momento histórico fue Cuauhtémoc Cárdenas. El hijo del expresidente Lázaro Cárdenas, que en ese entonces era aún militante del PRI, se distinguió del resto de la clase política por su acercamiento a los problemas de las clases más vulnerables. Fiel a sus convicciones, defendió el nacionalismo contra las nuevas políticas neoliberales promovidas desde su partido. Esta disidencia desembocó en la ruptura de Cárdenas con el partido oficial.
Apenas dos años después, formó el Frente Democrático Nacional, una concentración de fuerzas políticas de izquierda y movimientos sociales. El partido oficial sufrió así su primera derrota, una derrota contundente, que sólo pudo contrarrestar mediante el fraude y la imposición.

Tras la crisis electoral de 88, Cuauhtémoc Cárdenas y alguno de sus antiguos aliados políticos integraron el Partido de la Revolución Democrática. En ese momento parecía que, a pesar del revés electoral, el fin del oficialismo priista tenía los días contados; pero la historia resulto distinta, más opaca, más turbia, más sucia. A 30 años de esa terrible mañana, las enseñanzas del terremoto ya se ven desdibujadas. El descontento social persiste, pero el conformismo y la corrupción han asfixiado cada intento por obtener un cambio social genuino.
Súperbarrio ya no existe más. El PRD quedó reducido a una mafia servil y clientelar. Los pobres son cada día más pobres y los poderosos cada vez más voraces. La solidaridad de ayer es la apatía de hoy, cada uno a lo suyo y si te vi ni me acuerdo. Parece que estamos muy cómodos con la vida de supervivencia que el sistema nos tiene previsto, lleno de distractores, de salidas falsas y válvulas de escape. La situación actual molesta e indigna; pero al parecer no cala lo suficiente para hacer algo y cambiar de rumbo. Ver, oír y callar: que protesten los revoltosos, que se quejen los perjudicados, que a mí no me quiten el tiempo...
Tal vez nos haga falta perderlo todo nuevamente. Perder todo lo que nos ata a esta realidad mediocre y esclavizada. Despertar de una vez por todas, abrir los ojos y luchar por nuestra gente. Recordar una vez más que no los necesitamos.
Colaboración Contratiempo MX y DJóvenes.
Fotos: Tomadas de la red.
Comments