El diminutivo del fútbol
- Autora: Izamar Santa Medina Hernández Twitter:
- 17 sept 2015
- 3 Min. de lectura
Nunca la gloria se compartía con el perdedor, el fracaso se llevaba a casa en forma de alegría. En esta ocasión el fútbol dio una muestra de su poder y en ese momento no importó el color del club en que militan los jugadores, pues los unió un propósito y sobre todo un sentimiento. Este encuentro fue un dos a dos, en el que cada integrante jugaba en más de una posición.
Entre risas y temores rodó el balón. El primer toque fue en la media cancha y después de ese ya no paró, rodando de izquierda a derecha en un vaivén digno de partido de ping-pong. Bien formados, casi plantados en el campo estaban todos: los blancos eran visitantes y los amarillos locales.
Entre poca técnica y mucha emoción, llegó el tan ansiado primer gol de la visita, un lejano tiro desde atrás en el que la defensa se quedó inmóvil y sólo vio pasar el balón, con poca fuerza, irse por un lado. Se festejó como si el grito hubiera sido contenido toda una vida, pero se silenció ante la pronta reacción del cuadro rival.

Ante una desatención provocada por el júbilo de anotar, el local se tomó la libertad de dar dos pases adelante y anotar con una poderosa zurda que sólo comparable con la de Roberto Carlos. Ahí las cosas se tomaron más en serio e incluso las tácticas eran más estratégicas.
Los blancos emulaban el famoso tiki-taka con el que el Barcelona alcanzó sus glorias, mientras los amarillos se limitaban a perseguirlos esperando lograr el desempate por la vía del contragolpe. Nadie se descuidaba y protegían el esférico como si así se ganará el juego.
Balón fuera, tiempo de tomar un respiro e incluso cambiar de posición con el compañero. Una vez de vuelta en la cancha y casi por inercia llegó el segundo gol fue de los amarillos, que demostraron que la suerte también vale en el fútbol.
Los visitantes, blancos ahora de incredulidad, no bajaron los brazos y en un balón parado que parecía atorarse cerca de la banda izquierda, se fueron al frente. Ese que remató bien podría ser Kaká, tan hábil y encantador, pero no, prueba de ello que su remate terminó estrellándose en la esquina del poste.
Ante la oportunidad de circular el esférico, el portero visita sacó desde su marco y en su lugar estrelló el balón en un defensa, que al tratar de despejar, anotó un golazo de más de medio campo. Euforia total, marcador 2 - 2, momento de regresar a las costumbres tradicionales y hora de entonar el conocido ¡gol gana!
Última oportunidad para ambas escuadras, que no regalaban ni el tiempo para pensar en la siguiente jugada, pues sabían que la mejor defensa es el ataque. Sólo se oía el retumbar del balón, que iba y venía entre choques, de los que ya no se sabía hacia qué lado tiraban.
En uno de esos tantos rebotes se frenó el balón, estaba a los pies del portero y pese a que todos lo seguían con la mirada, sobre todo el defensa amarillo, parecieron faltarle en ese momento dos centímetros extras. Con los que pudo evitar ese gol, pese a que no tenía sabor de derrota, sino a conclusión del encuentro.
Fin del juego y de vuelta a la amistad. Los cuatro se estrecharon la mano y mientras se despedían dejaban a su paso a esos 22 jugadores inmóviles, atados a un tablero en el que se han escrito muchas historias como esta. En las que sin importar el hecho de que sean de madera o el color que sin consultarles les fue dado, siempre entregan todo, sean 90 minutos o 5.
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