De las bibliotecas de culto a la biblioteca popular
- Margarita Sánchez Pacheco TW: @guamisha
- 15 sept 2015
- 6 Min. de lectura
El concepto de la acumulación radical de las ideas es un mito primordial, capaz de reemplazar a tal o cual dios.
Libros en llamas. Historia de la interminable destrucción de las bibliotecas

¡Oh, las bibliotecas! Esos centros sagrados en los que se profesa el culto al conocimiento. Espacios hieráticos en el que los hombres —y apenas en siglos recientes las mujeres— se confinan a la búsqueda de la sabiduría. ¿Dónde y cuándo inició el culto a los libros? Y de ahí, ¿en qué momento de la historia de la humanidad aparecen las bibliotecas como resultado de esa pasión desenfrenada? ¿Cuándo y porqué aparecen las bibliotecas personales como aspiración y muestra del capital cultural y económico?
Con la aparición de las primeras escrituras sumerio-acadias, unos tres milenios antes de nuestra era, surgió la necesidad de organizar las tablillas de arcilla. Estas tablillas —primero de arcilla seca y después de arcilla cocida— contenían registros fundamentalmente administrativos y se acomodaban en canastas de mimbre o en bolsas de cuero, con pequeñas tablillas en las que se indicaba su clasificación. En esta forma de almacenar las tablillas de la llamada escritura cuneiforme, podemos encontrar los antecedentes de la biblioteca.

Haciendo una machincuepa histórica, habría que remontarnos a la Grecia helénica, donde aparecen las primeras bibliotecas en una forma mucho más cercana a la que concebimos en la actualidad. Como museos (santuarios de las musas), en la antigua Grecia se crearon salas en las que se organizaban los papiros que, en algún sentido, formaban parte de las prácticas propias de la academia helénica. No obstante, en estos conservatorios prevalecía la oralidad como fundamento en la transmisión del conocimiento.
De los resabios de esta tradición, la Gran Biblioteca de Alejandría representa, hasta nuestros días, uno de los más grandes mitos en torno a la preservación y acumulación del conocimiento. El mito, nacido en el Egipto inmediatamente previo al colonialismo romano, tiene sus raíces precisamente en el abuelo del libro: el papiro. Justamente la palabra biblioteca “(caja de libros, luego depósito) viene del griego biblion, ‘rollo de papiro’, que era la forma más extendida del libro en la época en que empiezan a multiplicarse los escritos; este bibliom proviene a su vez de büblos, ‘corazón del tallo de papiro’, producto egipcio por excelencia.”[1] De acuerdo con Lucien X. Polastron, la biblioteca toma su nombre y su sentido mítico como almacén del conocimiento de la humanidad precisamente en Alejandría.

Parece ser que quien se planteó la necesidad de abrir las bibliotecas al público fue el mismo Julio César. Se especula que incluso había dado ya indicaciones para que se iniciaran las obras en Roma, pero su muerte le impidió concretar el proyecto. No obstante, casi una década después del incendio que se supone destruyó la Biblioteca de Alejandría en el año 48 a. de C., fue inaugurada la biblioteca romana.[2] Antes de esto las bibliotecas estaban al servicio exclusivo de sacerdotes, sabios y gobernantes, el resto de la población quedaba al margen de ella. Sin embargo, considerando los niveles de analfabetismo, habría que asumir que ello prevaleció.
Para algunos, la importancia de la Gran Biblioteca recae no tanto en la cantidad de libros —invaluables y perdidos para siempre— que almacenaba, sino en el proyecto se planteaba.
La Gran Biblioteca de Alejandría fue, ante todo, la editorial más grande de toda la antigüedad: un considerable tráfico de manuscritos tenía lugar desde el puerto hacia las tierras del interior porque la ciudad era la Hong Kong de la época, un emporium universal. La filología alejandrina ‘transforma en libros una literatura que, en sus origen, no estaba destinada a perpetuarse.[3]
Una vez destruido el museo, prevalece el ensueño de construir un reciento en el que las musas atendieran a las plegarias de los más grandes sabios de la historia. Confinados en la Gran Biblioteca, la élite del saber podría desplegar todas sus posibilidades.
A diferencia de la biblioteca griega en la que la palabra oral estaba en el centro de la construcción del conocimiento, a partir de la temprana edad media, las bibliotecas monásticas y universitarias mantuvieron ese sentido de lugar de estudio, teniendo como base cada vez más la palabra escrita. El desarrollo de la imprenta, por su parte, favoreció la producción libresca y posibilitó que las clases pudientes iniciaran la conformación de sus propias bibliotecas. La tradición del exlibris —aunque de origen medieval— se populariza en el marco del ascenso de las clases burguesas que lograban conformar bibliotecas familiares, bajo el sello de familia. Sea como fuere, lo cierto es las bibliotecas siempre estuvieron destinadas a un sector muy reducido de la población; supeditadas a las veleidades políticas, los intereses económicas y la mezquindad de los grupos de poder, políticos y religiosos, en diferentes momentos de la historia de la humanidad.
Recién hacia el sigo XIX comenzaron a funcionar como espacios de consulta relativamente públicos. El desarrollo de la Revolución industrial con sus máquinas, el proceso de migración campo-ciudad y la propia configuración política, económica y sociocultural de la época, propiciaron la construcción de bibliotecas públicas. Este proceso fue acompañado del avance de la alfabetización como aspiración universal, cada vez más arraigada, en correspondencia con un ideal moderno del conocimiento y la cultura sobre la base del occidente capitalista. En este contexto, el crecimiento de la clase trabajadora asalariada en los espacios urbanos impuso un nuevo propósito “educativo” a la biblioteca de finales del siglo XIX. Al mismo tiempo aumentaron los sectores que, con base en su capital económico y cultural, podían hacerse de una biblioteca familiar.

La biblioteca personal, por su parte, corresponde más al espíritu individualista en la era de la mercancía. No profundizaremos en las reflexiones que se plantearon en la entrega anterior, pero convine no obviar que las posibilidades de engordar una biblioteca en casa, descansan en los recursos económicos de cada cual.
Y sin embargo, es necesario tener claro que la realización de la sociedad universal letrada, no recae en la posibilidad de que cada cual posea una biblioteca personal. La promesa de la accesibilidad a los libros gracias a los medios electrónicos, es completamente vacua en una sociedad mayoritariamente pauperizada. En tanto los bibliófilos se desagarran las vestiduras especulando sobre la inminente desaparición del libro, los más concienzudos advierten que lo que se avecina es nueva “elitización” del acceso al libro impreso, convertido, cada vez más, en un objeto de lujo o de museo —en la acepción moderna de museo—.
En tanto, se reproduce en el imaginario de las sociedades “letradas”, la figura del intelectual o el especialista hablando con “expertiz” sobre tal o cual tema —peor aún, la de los voceros de la clase en el poder—, teniendo como telón de fondo largas hileras de libros. ¿Cuántos de ellos habrán leído a cabalidad? ¿Cuáles verdaderamente les habrán conmovido el alma y el pensamiento? ¿Qué sentido puede tener la acumulación personal de libros, más allá de la comodidad y la atribución de un capital cultural —cuestionable desde múltiples posiciones—?

Contrario al carácter sectario de las bibliotecas familiares y al ensimismamiento individualista de las bibliotecas personales, ¿qué posibilidades brindaría la construcción de bibliotecas no sólo públicas, sino populares? Imaginemos espacios menos ambiciosos en el cascarón. Pensamos en lugares en los que cualquiera pueda entrar y salir libremente para leer, trabajar, consultar, disfrutar o simplemente perder el tiempo. Más aún, imaginemos una biblioteca que se nutre de los libros que la propia comunidad se plantea como necesarios, y no desde ese ideal excluyente que es el “conocimiento universal”. (Claro está, además habría que considerar jornadas laborales menos extenuantes, que dejaran tiempo para el esparcimiento.)
Volviendo a la idea central del trabajo anterior (ver http://www.contratiempo.mx/#!Oscuros-pecados-en-el-amor-por-los-libros/c1kod/5580efc30cf28827c189b2db ), habría que pensar la defensa de los libros como la defensa de las posibilidades de conocimiento para todas y todos, sin caer en esencialismos ni idealizaciones. La era de la mercancía ha logrado trastocar todas las dimensiones de nuestra vida cotidiana, imponiéndonos la idea de la acumulación como aspiración. Frente a esto, pensar en la construcción de espacios de encuentro comunitario, abre un horizonte de transformación que valdría la pena considerar, las bibliotecas populares podrían ser una posibilidad.
[1] Lucien X. Polastron, Libros en llamas. Historia de la interminable destrucción de las bibliotecas, FCE, México, 2007, p. 15
[2] ÍIdem.
[3] Ibíd., p. 17
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