Sonia
- Andrés Díaz Nava
- 17 jun 2015
- 3 Min. de lectura

Sus pupilas deben estar dilatadísimas. Sus ojos nunca han estado más abiertos, expectantes; su nariz se asoma con recelo por encima de la cobija de algodón; su respiración es lenta, apenas perceptible, se asegura de no provocar el menor ruido con ella: sabe que así no percibirán su presencia. Sus manos se esconden bajo las cobijas; frota las puntas de sus pies para calentarse. Es una noche de aires helados. Su nariz de colina chata comienza arder por el frío; sin embargo, advierte la presencia de lo que, asegura, son fantasmas; las sombras, afuera, se mueven con violencia. Están ahí, justo como la noche anterior.
Lo último que recuerda es haber terminado el collage de los cinco reinos de la naturaleza que tenía de tarea. Pasó la tarde recortando, de monografías y revistas, hongos, vegetales y animales. Después pegó cada recorte con sumo cuidado, asegurándose de que los recortes no lucieran humedecidos por el exceso de resistol blanco.
Cuando hubo terminado, más por lo tedioso de la labor que por el cansancio, se dejó caer sobre su cama. Se quedó profundamente dormida. Cuando despertó no pudo percatarse de la hora. Bien podían ser las once de la noche. O las tres de la madrugada. No quiso averiguarlo, mucho menos al reparar en las sombras que peregrinaban en el patio. En las cortinas delgadas se dibujaban sombras de horror, desplazamientos violentos, figuras sin forma definida, podrían ser cualquier cosa. El viento soplaba tan fuerte que una lona golpeaba franca contra la pared, para luego regresar a su estado original, no sin antes provocar un certero susto en la pequeña.
Con los dedos de las manos entrecruzados, esperaba el momento del embate. Ella lo comentó a sus muñecas, pero nunca a sus papás: "Ayer en la noche pude ver cuando los fantasmas se agrupaban fuera de mi ventana; parece como si se reunieran para planear cómo llevarme con ellos; escuché soplar el viento y supongo que es así como se comunican, diciéndose cosas a través del viento. Son muy fuertes: puedo ver como viajan de un lado a otro impulsándose, y eso me asusta. ¿Será que hoy sí entrarán por mí?". Las palmas de sus manos estaban humedísimas, frías.
Los minutos en la noche duran el doble, o eso pensaba la pequeña, pues no era capaz de advertir el paso el tiempo. Su preocupación crecía conforme pasaba la noche. Ella estaba segura de que eran fantasmas: sombras tenebrosas, figuras como de sábanas o ropa vieja, el viento soplando fortísimo; no había duda: eran los síntomas que le había relatado su hermano mayor, en muchas de las historias que contaba.
Cerraba los ojos a sabiendas de no tener sueño, tras algunos de minutos de mantenerlos cerrados, volvía a abrirlos, pues le era imposible conciliar el sueño; además de preferir ver a los fantasmas de frente que estar con el temor de la incertidumbre pensando en qué estarían haciendo, en qué plan estuvieran formulando para entrar a la casa.
Los movimientos cada vez eran más bruscos; los fantasmas se movían con fiereza fuera de la casa; la lona pegaba contra la pared y le provocaba mayor intranquilidad a la pequeña. Hasta el viento parecía que estuviese gritando de tan fuerte que sonaba. Sus manos, ahora convertidas en pequeños mares, sudaban y se enfriaban, a pesar de estar por debajo de las cobijas.
Sus ojos abiertos de par en par esperaban el momento. Movió un poco su cabeza a la derecha, al advertir el sonido de unos pasos. Pasos livianísimos, no era el sonido de unos zapatos al golpear al piso, aseguró. Los segundos duraron minutos al escuchar cómo giraban la perilla de su recámara; bajó la mirada al piso, un ente vestido de blanco entró por la puerta; no quiso saber más, cerró los ojos como quien cierra una caja fuerte para no abrirla jamás; es el final, es el final, pensaba aterrada.
En eso, una voz sucumbió el silencio:
-Sonia, es hora de ir a la escuela. ¡Levántate!
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