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Pensamientos intrusivos

  • Pedro Camacho
  • 17 jun 2015
  • 6 Min. de lectura

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El verano que cambió mi vida fue el último que vivió mi mamá. Ella había sido una de esas hippies buena onda que se había acostado con un montón de tipos y había probado todas las drogas del catálogo. Pero los años sesenta terminaron y se llevaron por patas las flores, las camisetas teñidas y las canciones de rock psicodélico. No importaba, mi mamá era una de esas pocas que en serio creía lo del peace and love, y no sólo lo hacía por moda, así que cuando se enteró que estaba embarazada y mi papá la quiso forzar a formar un matrimonio ella soltó una carcajada y jamás volvió a saber de él.

La sorpresa le vino cuando descubrió que no es un matrimonio, sino un hijo, lo que te arrebata de forma más despiadada la libertad. Así empezó la cuenta regresiva. Por 18 años mi mamá se puso la casaca de lo que los gringos conocen como soccer mom. Esas señoras que usan sudaderas enormes y llevan a sus hijos al entrenamiento de fútbol, chismean con las otras mamás y se meten al consejo de padres de la escuela.

Mi mamá renunció a la droga, las pachangas y al sexo por 18 años. Nunca me lo echó en cara, y no podría decir que tenía resentimiento hacia mí. Lo que sí notaba era una nostalgia de una época que temía que no volvería.

Por esa razón, cuando a ojos de la ley me convertí finalmente en un adulto y mi mamá se me acercó con la propuesta de celebrar mi cumpleaños con todos sus amigos de aquel entonces, yo accedí sin dudar. Tenía curiosidad de conocer a Charlie; la bestia pelo en pecho que introdujo a mi mamá a los viajes en carretera. O a Lola, la infatigable gurú del sexo que se atrevía a enseñar sus pechos desde la ventana a los misioneros mormones que la molestaban en su departamento compartido; decorado con lámparas de lava, camas de agua y olor a incienso.

Pero el que más me daba curiosidad era Roger. El tipo que pudo ser mi padre cuando el mío nos abandonó. Mi mamá siempre dijo que Roger y ella eran almas gemelas, destinadas por las estrellas o algo así. Cuando Roger le prometió que cuidaría de ella y de mí, mi mamá sólo tuvo una respuesta:

-18 años.

Ese amor sólo podía darse en libertad.

Llegó el día. Mi mamá logró ponerse en contacto con todos y organizar mi cumpleaños en la cabaña que tenía Charlie en alguna playa. Y allá fuimos todos. Cuando llegamos recibieron a mi mamá como los verdaderos amigos lo hacen después de casi 20 años. Todos le dieron un cálido abrazo y la llenaron de besos. Todos menos Roger y su esposa.

Fue al año siguiente cuando comenzaron las voces. Primero llamaban mi nombre y yo pensaba que algún compañero de la escuela me gritaba desde lejos. Luego recordaba que nadie en mi universidad me conocía realmente.

Cuando me gradué mis tíos estaban orgullosos y me premiaron con un carro. La única condición era que debía pasar un curso de conducción primero. En mi último día iba por una vía rápida; el instructor se había dado cuenta de lo buen conductor que me había vuelto y se relajó. Recibió el impacto con su costado derecho.

Ese día conté al de los seguros que era primerizo. Que no estaba acostumbrado a espejear y un camión que me rebasó me había asustado. Pura mierda.

-Estréllalo.

-Gira a la derecha.

-¡Hazlo ahora, maricón!

Eran estas personitas que se me habían metido a la oreja y me llamaban por mi nombre. Yo había aprendido a ignorarlas y se estaban aburriendo. Necesitaban una sacudida.

Mis tíos no me dieron el carro; podía engañar a los peritos, pero no a ellos. En su lugar me dieron una bicicleta. Me entretenía cambiarle las piezas, engrasarla y ajustarla en el patio de mi casa. No tenía amigos y pocas cosas me divertían, así que cuando mis tíos se dieron cuenta de mi pasatiempo lo convirtieron en un proyecto personal. Me construyeron un pequeño despacho donde tenía una caja con herramientas de acero inoxidable, refacciones e incluso un soplete.

-Quémalo

-Quieres ver el fuego, y él te quiere ver a ti

-¡Quémalo!

Mis tíos estaban dormidos cuando olieron el humo. Se apresuraron a apagar mi proyecto antes de que se extendiera a la casa y mi tía comenzó a llorar.

-No te preocupes tía, no todo se quemó.

Pero ella no parecía entender mi condición de marioneta. Al año siguiente se mudó a un departamento con su novio y nos dejó a mí y a mi tío solos.

Meses después nos invitó a Las Vegas para ver cómo un tipo disfrazado de Elvis Presley oficiaba su boda. Fue pura cortesía. Mi tío, temeroso de que fuera a secuestrar el avión o algo por el estilo, puso pretexto tras pretexto para justificar nuestra ausencia.

Mi tía nunca me pareció el tipo de mujer que quisiera casarse. Y no lo era. Una enorme panza 4 meses después confirmó mis sospechas. Ella no era tan decidida y liberal como mi mamá, a fin de cuentas era la hermana menor y siempre había tenido que vivir bajo su sombra.

Me gustaba la idea de tener un primo. Extrañaba a mi tía y me daba una excusa para visitarla en su departamento. Cuando nació, mi tío y yo la visitamos con regalos y le llenamos el cuarto de flores. Estaba encantada.

Cargué a mi primo recién nacido y le acaricié su escaso cabello. Los bebés tienen un punto en su cabeza que está blando porque el cráneo no se ha acabado de formar. Las personitas lo sabían.

-Aplástalo.

-Húndele los dedos.

-¡Hazlo!

Le entregué el bebé a mi tía y me encerré en el baño. Comencé a vomitar. Le expliqué a mi tío que había comido en la calle y que seguramente me había caído mal. Que nos teníamos que ir. Rápido.

No visité a mi tía en un buen rato. Quizá meses. Decía cosas como que estaba muy ocupado y que estaba buscando un trabajo. Un día llegó con mi primo en brazos y se lo entregó a mi tío. Le dijo que tenía que ir a un congreso con su esposo fuera de la ciudad y que no lo podía llevar. Podía ver que le dolía separarse de él. Le dio la bendición y le prometió que en tres días regresaría.

Los bebés crecen muy rápido. En meses ya se distinguen las facciones que llevarán con ellos el resto de sus vidas. Mi tío fue a comprar pañales y me dejó solo con mi primo. Entonces pude ver los ojos que tendría por el resto de su vida, y de la mía. Los de mi mamá.

Roger no cumplió su promesa de los 18 años y mi mamá quiso disimularlo haciéndolo pasar como parte de su anecdotario, como una promesa demasiado infantil para cumplirla. Pero yo podía ver que le habían roto el corazón.

Cuando se hizo de noche en la cabaña de la playa, todos habíamos estado bebiendo y cantando canciones de los 60. Yo me sabía algunas por los discos que ponía mi mamá cuando era niño, y Charlie me dijo que era la esperanza de una generación. Aunque estaba borracho le creí. Después me dijo que no era posible entender todos esos ritmos psicodélicos con las limitaciones de nuestros sentidos. Todos sabían qué quería decir Charlie con eso.

Tenía un mueble con un cajón de boticario. Pequeñas paredes de cristal dividían láminas de LSD de diferentes colores. Nos entregó una a cada uno y yo volteé a ver a mi mamá. Ella asintió con la cabeza y ambos las pusimos en nuestras lenguas.

Charlie tenía razón. La música sí se percibía diferente. Podías verla y olerla y saborearla. Mi mamá se acercó a Roger y quiso tocarlo, y la droga me hizo ver un rojo encendido como un aura que envolvía a mi madre. Roger, verde, quitándose a mi madre de encima. Y su esposa gris. Su esposa gris.

Mi mamá estaba llorando en mis hombros. Sus lágrimas me empapaban la camisa y se sentían como ácido. Me la quité con miedo de que mi piel se quemara y cuando una gota rozó mi lengua se sintió como el néctar más dulce de una fruta exótica que jamás podría volver a probar. Quería más.

Mi mamá y yo salimos a la playa y frente a un mar púrpura hicimos lo que un hijo y su madre jamás deberían hacer.

Pero ese mundo de fantasía trajo una resaca insoportable cuando el efecto de la droga expiró. Mi mamá dejó una nota después de suicidarse. “Amor o paz”. Jamás volví a estar con una mujer desde entonces.

Los ojos de mi primo me perforaban el alma como los de mi madre la noche del mar púrpura. Era la fruta exótica de nuevo.

-¡Hazlo!

-Recupera ese fruto.

-¡Pruébalo!

Recordé lo que le dije a mi tía el día del incendio. Busqué debajo de mi cama y saqué las herramientas que sobrevivieron al fuego. Tomé un destornillador largo y delgado y regresé con mi primo.

Cuando mi tío regresó de la tienda la escena era un rojo vivo. Mi playera se había teñido al estilo hippie con la sangre.

Me gusta imaginar que los gritos de mi tío fueron de alivio cuando comprendió lo que había pasado, mientras mi primo me miraba desde su silla y yo le decía sosteniendo el destornillador en una mano y los huesecillos de mi oído en la otra.

-¡Por fin, por fin las he sacado!

 
 
 

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