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Oscuros pecados en el amor por los libros

  • Margarita Sánchez Pacheco
  • 17 jun 2015
  • 7 Min. de lectura

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Primera parte

No hay nada que confesar, soy una amante de los libros. Yo también me encandilé en el borbollón libresco que desplegó el recién celebrado día del libro. Yo también publiqué en mi muro de feis notas (¿odas?) sobre la cultura libresca, y algunas citas de mis libros favoritos. Antes, yo también me mofé —no sin dolor— de que Peña Nieto no fuera capaz de citar con decencia tres títulos. Es decir, yo también soy una habitante del mundo del libro, disfruto de la cultura libresca, me regodeo en las letras (especialmente si lo puedo hacer con un café, aunque no deje de incomodarme el cliché) y me ufano de todo ello. Peor aún, deseo —a veces con pudor, pero a veces sin él— la edición ilustrada de Altazor, que fue publicada en Santiago; y sí, cuando salió Arenas Movedizas con ilustraciones de Gabriel Pacheco corrí a comprarlo, aunque la verdad es que guardo con cariño una edición de bolsillo y no me imagino releyendo “Mi vida con la ola” en ninguna otra parte.

Pero ¿qué es lo que se esconde detrás de toda esta “pasión” libresca”? ¿Realmente nos mueve el “amor” a la palabra, a la letra, al conocimiento? ¿Cuál es nuestra relación con los libros en estos tiempos en los que todo, absolutamente todo, es susceptible de mercantilizarse? ¿Cuál es el valor que le atribuimos a los libros en estos tiempos? ¿Qué significa el libro en sociedades mayoritariamente alfabetizadas —al menos en el discurso oficial— y en las que la letra ocupa un lugar central en nuestra vida cotidiana? En fin, más allá de la necesaria valoración del libro como el soporte en el que la palabra se preserva en su forma escrita a través del tiempo; y considerando también el valor estético y artístico que le es intrínseco en cada época como creación humana, quisiera anotar algunas reflexiones en torno a los libros y la cultura letrada y libresca que se suscita alrededor de ellos.

Como los vegetarianos, los que leemos, simplemente somos una raza superior…

El culto a la palabra escrita se consolidó cuando finalmente las sociedades transitaron del uso meramente administrativo de la letra al uso literario de la escritura; es decir del registro de los bienes de una sociedad al registro de sus mitos y narraciones (aunque nunca se ha abandonado el uso administrativo de la escritura, y mucho menos la tradición oral en la transmisión de la memoria en las sociedades). Pensemos en lo que significó la emblemática escritura de Gilgamesh, no sólo para el momento en el que los acadios recogieron la suma de los cantos y los registraron físicamente en la arcilla; sino en lo que ha significado material y simbólicamente la escritura de Gilgamesh hasta nuestros días (o hasta que los gringos bombardearon Irak). Igualmente podríamos hablar de la escritura maya.

No es el caso de ponernos acá a hacer un recorrido por las primeras escrituras, pero vale la pena ir a ellas para pensar históricamente en quiénes han sido las personas que han tenido acceso al mundo de las letras (logogramas, fonogramas, grafemas, grafías…). A través de los siglos la lectura y especialmente la escritura, han sido prácticas restringidas a un grupo de élite en cada sociedad.

El proyecto de la alfabetización, como aspiración universal, es en realidad muy reciente en la historia de las letras; apenas en los años 40 del siglo pasado se propuso como una meta que debía alcanzarse por todas las naciones “civilizadas y desarrolladas” del globo. Y pese a la cantidad de congresos, tratados de colaboración, cruzadas, campañas de alfabetización y otros esfuerzos, de acuerdo con datos de la UNESCO, para 2015 habría unos 781 millones de analfabetos y analfabetas en el mundo, lo que equivale a algo así como el 15 por ciento de la población mundial. En México, un 6.8 por ciento de la población sería analfabeta, de acuerdo con los datos del INEGI, no obstante, este índice no ha disminuido en la última década, lo que significa que el número de personas que no saben leer ni escribir en el país ha aumentado en términos reales. Si no fuera suficiente con lo dramático de las cifras, debemos tener en consideración que estas instituciones oficiales tienden a establecer indicadores que arrojan datos dudosos y difíciles de corroborar.

El caso es que, salvo en países como Cuba o en los llamados “desarrollados”, el acceso cotidiano, la apropiación de la cultura escrita, continúa siendo lujo de una élite “letrada”. Y no hablemos de aquellos considerados como analfabetas funcionales —categoría por demás reductiva y excluyente—, que igualmente estarían al margen de la lectoescritura como práctica necesaria, cotidiana, recreativa, lúdica, amorosa… qué sé yo. A todos estos elementos que van dividiendo a la población entre letrados e iletrados, privilegiando a los primeros y excluyendo a los segundos, contribuye la idea burda en exceso, de que la lectura por sí misma enriquece el espíritu, ilumina la razón y acrecienta el intelecto. De manera que las y los que quedan fuera de la cultura escrita no sólo son excluidos del ejercicio de esta práctica social, sino que además son menospreciados en términos intelectuales, son vistos como ignorantes, “incultos” se dice todavía por ahí. Habría que reconocer primero que, todas y todos, al conocer diferentes prácticas intelectuales o manuales nos convertimos en seres humanos más integrales, pero ello no significa que el desconocimiento de determinada práctica o su no ejercicio cotidiano, nos haga menos. Es decir, las y los lectores no constituyen una raza superior por el simple hecho de leer, la lectura no nos hace mejores sólo porque sí. El problema del analfabetismo, como el de la no lectura, debería plantearse más bien desde el terreno de las condiciones de exclusión que se perpetúan sobre determinados sectores de la sociedad.

Y bueno, eso que no entramos siquiera a discutir las calidades en la literatura, asunto que desata las más acaloradas pasiones entre los lectores. Pero allí hay habita un perceptible sesgo de estatus entre aquellos que leen “alta literatura” y los que leen “literatura popular”, y ni hablemos de los aficionados a los best sellers y el libro vaquero, porque en una de esas resultaría que ellos ni leen literatura.

¿Amor a los libros o amor a la mercancía?

Mucho se habla entre las y los lectores asiduos del “amor por los libros”. Lo dicen los libreros, los escritores, los lectores comunes y corrientes. La gente que corre a las librerías a comprar no sé qué obra multi premiada; la que busca entre los libros de viejo esa edición súper-especial-inconseguible; la que encarga a sus amigos que van al extranjero la obra en el idioma original; hasta la que compra un libro no más porque anda deprimida, no más porque se habla del último libro de fulanito de tal o del nuevo talento, sutanito; aquella gente que sube fotos de los libros recién adquiridos… toda esa gente que luego vamos y colocamos esas decenas o cientos de libros en nuestros libreros, acrecentando las hileras, mirándoles con embeleso, deberíamos preguntarnos ¿qué necesidad tenemos de comprar y acumular tanto libro en nuestras casas?

Antes de pasar al siguiente punto, relacionado con las perversas funciones de la biblioteca personal, habría que anotar que la filia por los libros en el mundo de la mercancía, necesariamente está asociada al capital. El libro, como valor de uso y valor de cambio, es decir, como mercancía, es sujeto de convertirse también en un fetiche. A menudo, esta gente que decimos amar los libros, sucumbimos al fetiche del libro como objeto mercancía, en dos sentidos que nos negamos a reconocer: el poder adquisitivo y el capital cultural que denota. En ambos casos, se juega una noción de estatus social, tanto desde lo material como desde lo simbólico.

Es claro que las posibilidades de comprar un libro están determinadas por la capacidad económica de cada persona, y ésta está relacionada con el grupo social al que pertenece. En este sentido, las posibilidades de adquirir libros, de acumularlos en una biblioteca personal, se encuentran restringidas a las posibilidades de cada quien a destinar una parte de sus recursos económicos a la compra de libros. Los demás deberán recurrir a las bibliotecas, fotocopiar, leer en línea, etcétera. Esta acumulación de mercancías, al estar asociada a la capacidad económica, confiere estatus a quienes cómodamente pueden volver una y otra vez a la biblioteca en casa. Pero además, el libro como mercancía, posee también una dimensión que le confiere algo así como un “halo de culto”. Asociado al conocimiento y a la cultura en general —lo que eso quiera decir—, la imagen simbólica del libro, confiere a quien lo posee un “halo” de intelectualidad, de conocimiento.

Es claro que el capital cultural no se sostiene sólo por la posesión de los libros, hay que leerlos; pero justamente este culto a la cultura libresca acrecienta el estatus de aquellos que tienen la capacidad económica de allegarse los medios del conocimiento socialmente reconocidos, en este caso del libro. Aquellos que pueden hablar de última novela del autor emergente o del consagrado, demuestran la acumulación de un capital cultural que, sumado con el poder adquisitivo, los coloca en una posición elevada dentro de la escala del estatus social.

Quizá ninguno de nosotras y nosotros, amantes de las letras, haya escapado a estos sentidos que atraviesan la propiedad de los libros. ¿Quién no ha sentido cierta superioridad al hablar con conocimiento del recién publicado poeta? ¿Quién no se ha ufanado de su última compra de pastas duras? ¿Quién no ha visto con desconsuelo los precios en las librerías o se ha sentido apenado por desconocer a esa autora tan famosa por su exquisita pluma? Estos y otros asuntos comentaremos en las siguientes entregas. Por ahora dejo hasta acá estas letras, esperando que anden libres, fuera de los aparadores y las estanterías.

Segunda parte

Las perversas funciones de la biblioteca personal

La biblioteca personal, los antecedentes de la biblioteca familiar vs las bibliotecas públicas y las bibliotecas populares.

¿Alguien por ahí perdiendo el tiempo, que venga a leerme?

…continuar con ese proceso individualista y de la lectura aislada y que aísla... Debería preocuparnos que las bibliotecas no sean lugares populares de trabajo y que cada vez más se aspire a conformar la "biblioteca personal". (Presumible entre los amigxs siempre que lleguen a casa).

Tercera y última

*Las librerías, esos escaparates del deseo

En realidad, esta reflexión surgió a propósito de una nota que se publicó sobre Buenos Aires, como la ciudad con más librerías. El IVA a los libros en América Latina

-Suponer que porque hay más librerías la gente puede comprar más libros y la sociedad es más culta.

Éste punto podría dejarse para desarrollar la nota completa con respecto a los precios de los libros en la región.

 
 
 

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