Alteridad. Parte II.
- Frieda Frida Freddy
- 16 abr 2015
- 8 Min. de lectura

3.- Remembranzas I
Martha ve la hora en un reloj gigante de la sala, de esos con péndulo que ahora son reliquias. Mientras se sienta en uno de los sillones de madera que el abuelo también le construyó de propias manos, se recoge suavemente el cabello, más negro que blanco. Se sienta para refrescarse. Del suelo toma una caja de cartón que coloca encima de sus piernas, la abre y comienza a sacar cartas amarillentas, pedazos de papel desechos en su mayoría que ni alcanzan a mostrar línea alguna, pero no importa, Martha sabe lo que dicen, mas no quiere leer, sólo observa los pedazos de papel, las hojas, y las toca, las pasa entre sus dedos, las manos, esas manos blancas arrugadas con manchas cafés, pero uñas rosadas, de niña, por ahí pasea las cartas que no lee, y al cabo de un rato las regresa a su caja, como harta de tener que repetir un ritual ancestral que, lejos de satisfacerle o menguar la soledad, la llena de cansancio. Sentada, sola, Martha suspira y se acuerda:
Un par de semanas antes del regreso a Mazatlán había enviado unas cartas para avisar a sus grandes amigos la decisión de volver y el motivo, invitándolos a visitarla, en hora y fecha señalada, puntual. El cartero había entregado las misivas cabalmente y el mensaje de éstas, había sido entregado, también recibido con un sentimiento que mezclaba alegría, asombro, y pena, sobre todo pena. Elisa y Javier fueron los más consternados, siempre la consideraron una hermana. Elisa no dejó de llorar frente a la foto de Martha y la carta. Antonio, que siempre estuvo enamorado de ella, se alegró de saber que volvería a verla, aunque fuese por un corto tiempo. Y Ofelia, viuda, pero con once nietos, sólo apretó los labios, sin saber qué decir o hacer ante la carta de su mejor amiga.
Por la tarde Martha se sienta nuevamente sobre una silla mecedora, ahora en el patio, en busca de más aire. Antes toma un libro de alguna de las repisas, en realidad es un álbum grueso de fotografías. Las ve, o hace como que las ve. El gato, que ahora ya no recuerda cómo llamarlo, brinca y se hecha sobre sus piernas. Ven las fotos. Juntos. Sentada, sola, Martha suspira y se acuerda. Así la encuentra la noche, enfundada en la bata de baño con la que empezó el día, y ahora el día terminó, con el olor y las caricias de Esperanza del Sagrado Corazón sobre su piel, pero sola, e igual de harta por recordar.
4. Remembranzas II
Muy temprano por la mañana Martha se despierta, va hacia la cocina y toma agua helada del refrigerador, el calor no la deja dormir. Tantos años lejos de aquí le han hecho deshabituarse. Decide entonces ir a caminar rumbo a la playa. Aún con el despiadado clima, parecido a una diligencia del astro rey en la mismísima ciudad; no importa, decide ir, será quizás la última vez que ande por ahí, por el centro rumbo el mar, el mar de Mazatlán. Único en todo el Pacífico, con nubes formando postales en el cielo. Fue precisamente en el mar donde conoció a Alonso y se enamoró, donde pasó los mejores momentos del romance con él, donde paradójicamente vivió los años más felices, hasta que las autoridades le dijeron que al fin habían hallado el barco donde viajaba Alonso, hundido en el Atlántico. Frente al mar, sentada en la arena, encorvada, de piernas largas, delgada como es, sola, Martha suspira y se acuerda:
Le parece verse a ella misma con el esposo cuando jóvenes, caminando por la arena con los zapatos en la mano, oliendo la brisa.
Sí, se ve ella misma, sola frente al mar, observando con el pelo suelto un atardecer cualquiera, deseando ver el barco donde el amado partió. Luego recuerda la otra vida, cuando todo pasó, donde sólo fue ella, aunque sea una única vez, y amó a alguien más que no era él.
Ahora sólo le queda volver a esa casa vieja que ya no es suya, y cumplir su promesa.
5. Obertura al viaje
Martha abre las ventanas que dan a la calle y se sienta frente a ellas paraa refrescarse. Ve la hora en un anticuado despertador de metal, redondo, que deliberadamente el destino ha puesto junto a un teléfono igual de antiguo, de esos de rueda de plástico para marcar, como para señalarle que todo en esa casa, incluyendo ella, es viejo, y que lo viejo se guarda con añoranza o se tira, o se cambia, en el mejor de los casos, por algo moderno, pero, ¿qué hacer con ella que no es objeto viejo que pueda tirarse o cambiarse por algo joven? Ella no es personaje de cuento que puede regresar el tiempo o pararlo, es una mujer sola que los últimos quince años, justo cuando cumplió cincuenta, decidió irse a viajar por América Latina, anhelando deshacerse de los recuerdos, cosa imposible de llevar a cabo, pues eran los recuerdos lo único que la acompañaban, y que pesaban mucho más en vez de hacer ligera y amable la carga. Por eso decidió volver.
En esa acústica que envolvía las horas largas, calurosas, le llega otra tarde. Martha se sienta nuevamente, ahora en el comedor -esta vez se ha arreglado con un vestido rosa palo y se ha hecho trenzas-, antes toma el libro que no es un libro, sino un álbum viejo de fotografías. El gato brinca sobre la mesa y se echa a un lado de sus brazos, esta vez para ver las fotos él solo y ver además la cara de Martha, ausente, sola, más sola y más ausente. Entonces suspira fuerte y se acuerda:
Recuerda la tarde en que le dijo a Alonso que siempre viviría aquí, en el mar, en Mazatlán, aún si él muriese. Recuerda la tarde en que no pudo cumplir eso y término yéndose, o huyendo, a saber. Recuerda la tarde en que Alonso partió, y le dijo que volvería pronto. Recuerda la tarde en que le dijeron que el barco se hundió y nadie sobrevivió; la tarde ésta, aquélla, la otra, las muchas tardes andando por el mar, y en casa, la casa no de ella, sino de su matrimonio, y todo se reduce a cansados recuerdos, muchos bellos, pero aún esos, cansados recuerdos.
Martha recuerda que ya no quiere recordar y explota, harta de la memoria traidora. Se levanta de la mesa golpeando con ambas manos, para luego encender la luz. La noche, inclemente, la volvió a hallar presa, presa de la insoportable costumbre de recordar. Pero ya no será así, sólo volvió hasta acá por el valor simbólico de la ciudad y el hogar que alguna vez, cuando fue ella misma, la hizo sentirse viva y feliz, no para acordarse más; volvió porque estaba decidida a dejar de hacerlo, y lo lograría, por lo que dijo Esperanza: “¿qué más puede hacer un viejo solo, sino recordar? Recordar para vivir”, ya lo sabía, y eso, sencillamente, le parecía una cruel e inmerecida condena. Martha estaba en su total derecho de rechazarla, por lo tanto, ya no recordaría nada, nunca más, aunque eso significara no vivir.
6. Adiós a Martha
Martha despierta antes que el radio reloj del buró izquierdo suene. Don Gato, que había dormido con ella sin pedir permiso, es quien despierta aturdido por el escándalo que provoca el aparato. Para tranquilizarlo le abraza. Después se levanta de la cama en bata, descalza, con el animal en brazos, y sin pensar camina hacia la entrada, lo saca a la calle. Le dice:
- Vete. Adiós.
No le sorprende en absoluto que el gato obedezca y emprenda el camino, como si supiera dónde ir. Martha permanece en la entrada unos segundos, viéndolo alejarse. Después regresa adentro y va a la cocina, su rostro parece diferente, está, podría decirse, contenta, aunque no sonríe. El motivo de la reunión la ha reanimado, aunque será la última reunión que tenga antes de partir, así que los invitados tendrán que quedarse con una gran imagen y, entre bocadillos y bebidas, también con una gran conversación y despedida, piensa.
Por eso pone una olla en la lumbre; parte frutas tropicales y quesos. Sirve todas las cosas que preparó sobre la mesa al centro de la sala, los invitados están por llegar. Pone además flores frescas en floreros con agua y abre las cortinas. No quiere hacer nada cuando éstos lleguen.
Un poco antes se toma el tiempo para ir el patio, ya vestida para la reunión: manta blanca, falda larga y blusa, los cabellos sueltos, con un brillo especial en los ojos; toca las plantas, una por una, y ahí está otra vez la pequeña sonrisa, generosa, que toma forma en su rostro, esta vez se prolonga unos instantes. Siempre le gustaron las plantas por toda la casa. También le agradaban las aves, aunque nunca entendió que tenerlas en pequeñas jaulas era robarles la vida, y ahora que ella misma está por liberarse, ha comprendido tal cosa, por eso decide soltarlas al viento, una a una. También les dice “adiós”.
Entra de nuevo a la casa y va directamente hasta la cama, lleva más flores en la mano. Se sienta en el colchón viendo la hora en un reloj de bolsillo que está sobre uno de los burós. Enseguida Martha coloca las flores que traía en ambos lados de la almohada, al mismo tiempo suena la puerta. Ahora sólo suspira.
Un señor ha llegado hasta la entrada, es Antonio, el eterno enamorado. Se abrazan cálidamente.
- Martha, qué fortuna volverte a ver, dice casi en silencio Antonio.
Caminan hacia la sala, pero la puerta suena otra vez, y mientras el eterno enamorado se dirige solo a la estancia, Martha regresa para abrir. Son Elisa y Javier. A punto de abrazarse llega Ofelia, y el abrazo es grupal, todos contentos.
- Por eso envié la carta antes de volver, quería enterarlos del motivo, despedirme de ustedes que son mis grandes amigos, y la única familia que tengo, verlos nuevamente, dice Martha, ya en la sala, frente a todos ellos.
- Y como tu familia nos duele esta decisión, dice Javier directamente. ¿No hay manera que desistas?
- Pasará antes o después, replica Martha ¿Y el dolor será diferente, cambiará en algo? No lo creo.- advierte muy segura.
- ¿Por qué morir?, dice Elisa con voz un poco entrecortada.
- Pues… Todos morimos, esa es la única certeza en la vida, fuera de ella no hay seguridad alguna.-Acierta Martha, sin titubear.
- ¿Pero quiénes somos para decidir nuestra propia muerte?, dice Ofelia casi al mismo tiempo que Antonio.
- Y aún más, ¿quién hace una reunión para celebrar la muerte? Lo que dice la carta no me parece motivo suficiente, suspira Antonio. Tal vez necesites pensar, ver diferente, tal vez…
- Tal vez…- lo interrumpe Martha.
Y así la tarde noche de la reunión, esa a la que Martha invitó con anterioridad, se llena de discusión, de opiniones opuestas y nunca encontradas. El tiempo transcurre entonces como una balada en concierto fúnebre, entre palabras, razones o sinrazones, rostros sorprendidos, tristes, atónitos, ojos al borde del llanto, pero con abrazos para Martha, muchos abrazos, de frustración, de despedida, de incomprensión o solidaridad, no lo sabremos.
- Sólo quería despedirme, volverlos a ver, morir aquí.- fue lo último que Martha les dijo.
- Adiós, entonces.
- Buen viaje
- Hasta siempre
Y el silencio se hizo presente.
Martha se pone de pie, los mira, sonríe vagamente, dispuesta, camina fuera de ahí, hacia la cama y se acuesta. Sobre la cama, acostada, vuelve a sonreír ligeramente, respira hondo, cierra los ojos. Esta reunión, y los últimos días en casa, Don gato, Esperanza, el viaje de regreso, cada recuerdo, a medida que vienen a su cabeza se esfuman para siempre en un flashazo blanco y negro, silencioso; cada estampa recordada se aleja en el vacío interminable de la no existencia, se desvanece entre una marejada de sensaciones apabullantes, de nostalgia, de ira, de tristeza, de amor, de soledad, de hastío y de melancolía. Allá van ese marido, su matrimonio, el compañero, el día de la boda; allá van los sueños rotos, incumplidos, van también los momentos desperdiciados y los errores cometidos, las angustias y los celos, los sueños y los mañanas. Allá va Mazatlán, en fin, la primera mirada, la brisa del mar, el canto de las aves, el calor del sol, el brillo de la luna, todo eso, simples cosas, se apagan, sólo le queda Esperanza que pareciera negarse a desaparecer, pero finalmente se esfuma; poco a poco también la vida deja de tener luz, liberándola de la enorme tarea por recordar algo que ya se ha ido desde hace mucho tiempo atrás. Una última sonrisa. Un último recuerdo. Martha suspira quedito, lento, cada vez menos, ha logrado matar los recuerdos, aunque con ello, Martha también se ha ido.
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