Alteridad. Parte I.
- Frieda Frida Freddy
- 2 abr 2015
- 5 Min. de lectura

A Luisa, con todo mi NoAmor
1. ¡Martha ha vuelto!
Esa mañana calurosa, como todas las mañanas de verano en el puerto, curiosamente estaba muy nublada. Doña Esperanza del Sagrado Corazón limpiaba escrupulosamente el patio; desde tres días atrás barría hojas secas con verdadero espanto, pues según ella “no eran tiempos”.
Apurada, cambiaba una vez más el agua a los pájaros que no dejaban de revolotear dentro de las pequeñas jaulas, tirando todo; y en general esa mañana gris andaba así de inquieta, temerosa. El día nublado, casi obscuro, le parecía cosa del diablo. En esas estaba cuando escuchó la puerta cerrarse. Pegó un brinco y se santiguó. Siguió en lo suyo, concentrada pero con más prisa que antes, murmurando sabrá qué cosas, cuando alguien le dijo:
- Buenos días Esperanza
- ¡Ay, virgencita santa! Señora Martha, ¿es usted? Dijo aferrada a la escoba y con los ojos a punto de saltársele.
- Soy yo, contestó Martha -con una sonrisa burlona- y una maleta. He vuelto.
- ¿No es un fantasma?
- Si fuera un fantasma estaría paseándome por Venecia o el Taj Mahal, en vez de venir a Mazatlán a padecer calor y espantar almas tan caritativas como la tuya. Anda, ¡qué esperas para abrazarme, mujer!
Martha soltó la maleta, que en realidad venía vacía, y extendió los brazos. Entonces Esperanza dejó caer también la escoba cambiando el semblante y caminó hacia ella. Fundidas en un cálido y largo abrazo, en medio del patio casi oscuro, entre un gato que cruzó por ahí y el canto de los pájaros ya tranquilos, Martha supo que Esperanza era la única en ansiar su regreso, y Esperanza, contenta porque la mujer que alguna vez la protegió del hambre y la calle y le abrió las puertas de su casa, había vuelto después de tantos años, tantos que ni siquiera los recordaba, alcanzó a preguntar, con un profundo amor:
-¿Ya no se irá, verdad? ¿Cuántos años pasaron, señora?
- Quince, Esperanza. Nada más quince años.
2. El tiempo aquí se detuvo…
Martha recorría sigilosamente la casa que abandonó más de una década atrás, casa que a pesar de los años seguía despidiendo el mismo olor a sal. La recorría en silencio, un poco tranquila por volver, pero también un tanto ajena a este lugar, el lugar que por muchos años fue el espacio para su matrimonio, no para ella. Aquí, llena de los cuidados de Alonso construyó el refugio para escapar del mundo: cuando el médico dijo que su mal era degenerativo, cuando el cartero nunca más volvió con noticias de su única hermana, cuando su madre murió sin querer morirse y aún en el lecho de muerte le decía, “qué coraje pensar que la vida se crea para destruirse, no hay razón ni lógica”, y, finalmente, cuando pasaron muchas horas, meses y años, y Alonso jamás regresó del mar.
Ahora, observando las paredes con las fotos de él, de ella, del pasado, recordaba todo, sin desearlo, como si hubiese sido ayer; mirando cada mueble viejo de la añeja casa venía a su mente, cual brisa fresca, la vida perfecta que consumaron juntos entre estas paredes blancas, húmedas, con huellas de salitre; entonces una pequeña sonrisa, generosa, tomaba forma en su rostro. ¡Ay, qué tiempos aquellos! Qué años tan dulces, pero tan ingratos, que a la vez le arrancaron uno a uno los momentos maravillosos y la dejaron aquí sola sin nada y sin posibilidad de morir, condenada a recordar lo que ya no quiere ni pensar ni recordar porque hasta eso cansa; ante estos mapas mentales la pequeña sonrisa se le transformaba rápidamente en una expresión adusta, no triste, no dolorosa, simplemente seca, vacía como la maleta con la que volvió hasta acá. Y cómo no, si recordar el ayer, hoy, no significa nada para ella.
Viendo lentamente el librero de arriba abajo, que entre libros guardaba algunos de los primeros regalos que le dio Alonso cuando novios -el pesado alhajero de conchas puras que ya nadie hace en el puerto, la bailarina musical de porcelana que nada tiene que ver con las bailarinas de las maquilas chinas actuales, el reloj de arena blanca, tan blanca que ya no existe en ninguna playa mexicana, y las casitas detalladas dentro de bolas de cristal con aceite que parecían tener vida propia-, la alcanzó la luz del sol que comenzó a salir intempestivamente.
En cada foto en cuadro sobre las mesas redondas del estudio atiborrado de extrañas antigüedades que Alonso coleccionaba, había veladoras encendidas que ahora no le producían ninguna paz, sólo las miraba. Miraba también el tocador de piedra y marco de madera, de la recámara, que Alonso le trajo desde Europa en uno de sus muchos viajes mercantes, y tocaba el espejo -su pálido rostro aparecía en él mostrando los grandes ojos cafés, brillantes, los labios delgados y la piel vieja, en concreto un rostro cansado, pero prefería ignorarlo-. En la recámara también estaban el enorme ropero de cedro con espejos de cuerpo entero -que de igual forma reflejaban la delgada silueta escondida tras el vestido largo, naranja, de lino-. Ahí estaba Martha, observando los muebles viejos de la que fue su mágica morada, los simples cosas que la decoraban, los tapetes hindúes auténticos, las lámparas de luz azul del mediterráneo, la cama hecha especialmente para ellos por su abuelo carpintero, miraba todo, aunque nada de eso, ni el olor a pescado y mar o el aparente silencio de una mañana de verano en el Mazatlán histórico le producían ahora algo. Se asombraba en cambio con lo indemne que permanecía la casa, tan limpia, y los objetos, bien cuidados, como si el tiempo no hubiera pasado por aquí. Y así fue, el tiempo no había pasado por allí, al contrario se detuvo, doña Esperanza del Sagrado Corazón lo congeló en amor y agradecimiento a ella.
- Debo confesar que nunca pensé que te quedarías, le dijo Martha a Esperanza.
- ¡Ay, señora! ¿Y a dónde más podría ir? Sólo este lugar ha sido mi casa... sólo usted ha sido el amor de mi vida. No pude más que esperar su regreso.
- ¿Recuerdas lo feliz que fuimos juntas, solas, cuando todo terminó, dentro de esa casa?
- Nunca lo he podido, ni he querido olvidar. Pero sé bien que este regreso es sólo para cumplir su promesa.
- Sí, Esperanza, ¿cuándo te irás?
- Mañana mismo.
- ¿Y cómo está tu papá?
- Sentado en la poltrona todo el día, recordando cosas, ¿qué más puede hacer un viejo solo, sino recordar, recordar para vivir?- Se contestó ella misma con un poco de nostalgia en la voz y en la mirada-, luego siguió diciendo: Ahora que recuerdo, un día llegó el rumor que usted había muerto en un temblor, allá por donde se fue, por eso me espantó cuando la vi ahí parada, pensé que era su fantasma.
- ¿Qué había muerto? Historias, Esperanza, la muerte no me quiere -replicó también Martha con algo de nostalgia y rencor para después cambiar la conversación: Pero antes de que te vayas, ¿me dejarás amarte, sentir tu piel, aunque sea sólo este día?
- Sí.
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