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Él

  • Montserrat Pérez
  • 18 mar 2015
  • 6 Min. de lectura

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Despierto sola. Siento las ausencias de todos. Me pregunto qué será de ellos, qué estarán haciendo, con quién habrán despertado. Los cuento, como pasando lista y me abruman las sensaciones que salen de algún rincón de mi cerebro. No debería pensarlos así, recordarlos juntos. Me siento confundida. Cierro los ojos. Creo que los abro, aunque me arrepiento. Hay una silueta frente al espejo.

De pronto se vuelve más clara y se aproxima. Sí, salió del espejo. Es un Frankenstein hecho de partes de cada amante del pasado: por acá una barba, por allá lunares, es un gigante que tiene un ojo café y otro azul. Las manos tampoco cuadran y menos aún los pies. Está desnudo, vaya, el vello del pecho es pelirrojo, el del pubis negro, tiene una pierna fortísima, peluda y la otra delgada, lampiña. Toda la piel es de un color cobre extraño, reluciente.

Me mira con ocho pupilas o al menos son las que alcanzo a contar. Ellos. Es demasiado temprano para enfrentarlos, para preguntarles qué tal va la vida, cómo están las novias, qué tanto me extrañan, si es que me extrañan del todo. Yo a veces sí, por lo menos a un par. Queridos amantes/amigos, deberían estar por separado, en otro cuerpo, uno que no me provoque querer arrancarme el cabello. Pero no, también hay partes de ellos en el monstruo que creó mi cabeza para poder lidiar con eso que me pesa tanto a veces. La aparente soledad, el vacío de esos cuerpos que no están. Qué desgracia, qué falla para mis ideales.

No le pongo nombre, porque no hay manera. Sigue viéndome desde el pie de la cama. No me muevo, sé que no existe, pero igual me hace temblar un poco. Noto ese maldito lunar en el brazo derecho. ¿Qué carajos traje al mundo? No me di cuenta que no controlaba nada, sólo deseé poder verlos y, voilá, allí estaba él, igual de sorprendido que yo, sin comprender qué hacía en este plano.

Lo único que tenían en común todos era una arrogancia brillante en los ojos, pienso. Por eso los ojos brillan igual, aunque las pupilas sean únicas. Todos tan verdaderamente cabrones a su manera. Adoradores de sí mismos. El ojo azul es profundo, helado. También en las manos hay algo familiar. Siempre elegí a los hombres por sus manos y por la nariz, vaya, pero más por las manos. Siempre dedos largos. Entre más grande la mano, mejor.

Camina. Da un paso inseguro, como viendo si sí puede moverse. Da un par de pasos más y noto que estira la espalda. Altivo, como ellos, así tenía que ser. Se sienta frente a mí, con su extraño cuerpo lleno de marcas y cicatrices que a veces se enciman. Crean espectaculares tatuajes de melanina. Me sorprenden ahora las rodillas, pensé que las había olvidado ya, que las había dejado a congelarse en la primavera más fría de Alemania. Ahí debieron quedarse, pero ahora están frente a mí, tan cerca.

No abandono la fantasía, pese a que el celular vibra en el buró. Me clava los ojos, sé que quiere saber por qué vive. Pero no le contesto. Observo los detalles, busco las cosas que perdí en el camino y ahora vuelven. Ah, por supuesto, parte del cabello tiene rizos. Cuántas veces quedé enredada en las espirales de su cabeza. Se encorva un poco y veo los tatuajes, los de verdad, el alacrán en el hombro izquierdo, el símbolo que no recuerdo bien cerca de la nuca. También veo las miles de pecas marrones que cubren los omóplatos. Parecen constelaciones. Escapo de nuevo y recuerdo la playa de algún rincón de Italia y la luna de junio, hace no tanto.

Le regreso la mirada. Me esfuerzo por ver todas las pupilas a la vez. Es demasiado. Lo odio un segundo y me odio más por haberlo invocado. Abre la boca y emite un sonido. Dos sonidos, más bien. Se enciman uno sobre otro, una voz es gruesa, profunda y la otra un poco más alta, ligera. Doble pesadilla: puede hablar.

Él también se extraña de su propia voz. Juega un par de segundos con las cuerdas vocales que se están calentando apenas. Ríe. Ah, también se parecen en eso. El juego, por supuesto y la capacidad de reír por tonterías, como yo. Eso era, más que nada, siempre terminaba con personas que tenían el sol en la sonrisa. ¿Cómo no quererlos, diez años o 10 segundos, cuando me hacían reír tanto? Se me sale una ligera carcajada. Nos habituamos a la presencia mutua. Se limpia la garganta con una tos tremenda, es espantosa porque son dos tipos diferentes de tos, suena como un ave de mal agüero.

Me siento sin levantarme de la cama. La mano derecha tiene manchas de pintura. De nuevo me sorprendo. Tal vez no reconocí aún a todos los que están en este cuerpo. Estira un dedo hacia mí. Tiemblo. Vuelve a sonreír y me fijo ahora en los labios. Qué bocaza más grande. También la reconozco ahora. Mi noviembre feliz, calles frías y aventuras en una habitación roja. Cuánto rabié con sus mentiras. Nunca entendí por qué miente la gente. Pero sí lo entiendo porque yo también mentí, aunque fuera poco, pero sí.

Mentirosos ellos. Todos. Fuimos lindos engaños, ahora que lo pienso. Lo malo es creerse el cuento. Pensar que las ficciones que vamos tejiendo son verdades. Como él. Si existiera más que en este momento, si lo invocara cada mañana, se convertiría en mi realidad. Tal vez, con algún tipo de magia, yo podría cruzar a su plano de existencia y estaríamos juntos. O no. Se me olvida su naturaleza múltiple y llena de energía, de ganas de huir o estar con otras personas. Y se me olvida la mía, igual de errática. A veces quiero con todo el corazón sólo un par de piernas, sólo un par de ojos, sólo un par de manos. Un cuerpo. Pero luego me llama algo, me entra en el abdomen y me voy. Escapo. Me entrego a quien se me cruce por delante. Nací libélula, creo. Una bicha rara de ojos grandes, que vuela rápido, muy rápido.

Acaricio el dedo y la mano. Lo veo respirar agitado. Sigue sin entender qué sucede. Pero decide no hablar. Suda también y el cuarto se llena de distintos aromas. Me siento destruida. No es lo mismo la memoria visual que la olfativa. Cuántas cosas puede ocasionar un olor. Es mi culpa también. Siempre los olía: las axilas, el cuello, las ingles. De una u otra forma lograba clavar la nariz en los recovecos que más me intrigaban y aspiraba lentamente. Pero guardar eso en la memoria es una de las cosas más peligrosas del mundo. Cualquier cosa puede disparar los recuerdos: una loción, un jabón, la humedad del verano, la marihuana.

La habitación está llena de esos olores corporales y de habitaciones y de comidas y lugares y trayectos. Me marean, así que me recuesto de nuevo. Me cubro la cara con las cobijas y es cuando lo siento en la cama. Pesa mucho, muchísimo. Me descubre la cara y me ve a los ojos otra vez. “Mírame”, dice, y lo hago. “¿Cómo están ellas?”, le pregunto y vuelve a sonreír. “Yo qué sé… están ahí”.

Se acuesta a mi lado, se cubre también. Lo abrazo. Juego con el vello de su pecho e inhalo sobre las clavículas. “Ya no me haces falta, pero cómo jode que no seas uno nada más”. Se ríe y se ilumina el cuarto. Le paso los dedos por la cara ahora. Qué pedazo de criatura extraña. Mi monstruo nuevo. Repaso la nariz, larga, larga casi recta, un poco ancha. Las pestañas brillan con el sol que entra por la ventana. Ocho pupilas, bueno, 16 porque ambos ojos guardan los minúsculos puntos negros de cada par de miradas que vi alguna vez así de cerca.

No lo beso, ni él a mí. Nos abrazamos por ese cariño que alcanza a salir de las células que aún me quieren, las pocas que quedan. Le brilla la piel. Cierra los ojos. Cierro los ojos. Sé que voy a tener mañanas así siempre, pero no puedo aferrarme a una criatura inventada. Ya ninguno está. Pero yo sí. Siento el aliento cálido sobre mi cuello, duerme. Yo también caigo en un sueño pesado. Siento lágrimas que se escurren por mi espalda. Él llora, pero no es él, soy yo que los dejo ir a todos. Suelto los celos, las noches nerviosas, las ganas de saber qué ha sido de ellos. Abro los ojos. Miro al espejo y sólo me regresa la mirada un reflejo despeinado.

 
 
 

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