Ciudad de muertos
- Miguel Ángel Teposteco
- 18 mar 2015
- 3 Min. de lectura

Para la señorita San Juan, la chica más revolucionaria…
Cuando caminábamos por la calle nos encontramos con un tiroteo. Corrimos hacia la acera sin mirar atrás, mientras el sonido de los gritos se dispersaba por los edificios cercanos. ¡Nos están matando!, gritó alguien. Yolanda se escondió. Yo también.
Horas después, cuando cayó la noche sobre Ciudad Universitaria, la sangre se había secado ya en los pasillos y la mayor parte de la carne muerta había sido retirada en camiones; así, como pequeños topos calvos, salieron los estudiantes de sus escondites.
Salí de por ahí, bajé de la panza de una de esas bardas gruesas de piedra volcánica. Tenía la pierna lastimada y a mi lado, con los ojos al cielo, Yolanda esforzaba su respiración que poco a poco se apagaba y que yo no sabía si se iba a detener, si Yolanda se iba a morir. Al final sacudí su cuerpo para ver si era posible rescatar algo de su humanidad, antes de que ésta se evaporara en las pocas nubes que flotaban en el cielo. La voluntad no nos alcanzó a los dos y ella se me fue sin que pudiera decirle algo importante.
A Yolanda la conocí poco, muy poco. Ni siquiera lo suficiente para que tuviera algo importante que decirle, sólo corrimos juntos, nada más. Al avanzar por los pasillos, sentí el aire espeso de los mataderos; algún cuerpo por ahí hacia ruido, tal vez había quedado atrapado en las esquinas o había resbalado a un contenedor de basura. Era un gemido lejano y yo no sabía dónde buscar. Igual se va a morir, sea quien sea, pensé. Sin embargo, el último rastro de alma que me quedaba en el cuerpo me obligó a buscar.
Bajé por las escaleras de Rectoría y vi esas líneas luminosas que abrazaban a la Biblioteca Central. Oía un gemido, más y más intenso, que se perdía por el aire fresco. La peste andaba por ahí, deslizándose por mi nariz. Y más y más cuerpos, chupados de vida por los tiros. No a todos se los llevaron.
¿Qué nos falta para hacernos humanos? Caminar y caminar, distinto al sentido descrito que nos come los ojos cuando los pies se nos descarnan, y la sal de las lágrimas cubre las calles, el dolor nos consume, más de lo que nosotros lo podemos tolerar. Y entre las cosas que encontramos en la basura, junto a la fruta podrida, junto al pelo de los animales sucios, el argumento nos reprime ¿cuánto tiempo nos fuimos del cuerpo que permitimos esto? Mucho, mucho…
El gemido me siguió incluso cuando casi me rendía. Cuando encontré más y más edificios vacíos, más habladuría atorada en el eco de las paredes blancas. Cuando salí de la ciudad azul y me encontré en las avenidas, con los coches ignorantes de mí. El gemido escapaba a lo lejos aún.
Corrí por las inmensas alas de concreto que se desperdigaban por todos los rincones de la ciudad, escuché los cláxones, los automóviles vacíos que se atacaban entre sí y provocaban el agresivo sonido del choque del metal. Unas luces rojas cayeron del cielo, eran las centellas que se deslizaban por la carbonizada mano de la muerte. Ahí me encontré más sólo de lo que jamás había estado, bajo los ríos de carne de tierra, las rasgaduras de los grafitis y la erupción del sonido: un gemido.
Cuando encontré el gemido, encontré el lugar, cuando encontré el lugar, encontré al muerto. Una casa abandonada, con una falda de pasto húmedo, un olor dulce despedido desde el cascajo y una pared desgastada. Ahí, junto a un cuadro de luz de la ventana, un Descarnado, apretando contra sí las piernas.
¿Eres tú el que grita?, le pregunté. Sin ojos, con la carne viva palpitante, volteó el frente de la cabeza hacia mí y me dijo: Sí. Entendí su voz cortada, me acerqué y lo abracé. Pobre muerto que vives aquí, ¿cuánto falta para que te vayas? Deja de llorar, tu madre va por ti.
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