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Lento, pero avanzan… y gritan y cantan y hablan y zapatean

  • contratiempomx
  • 27 feb 2015
  • 6 Min. de lectura

Alma Nayeli Reyes Castro


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En los Altos de Chiapas el portón oxidado que aleja al “mal gobierno” se abre reacio y cauteloso para dejar entrar uno a uno a los extraños que se acumulan frente al territorio zapatista en rebeldía. Los anfitriones, hombres y mujeres que visten el anonimato, son indígenas rebeldes que desobedecen incluso a las definiciones de “el mexicano” de Octavio Paz: ellos no se ponen una máscara para ocultarse, lo hacen para ser vistos.


No es cualquier día en el caracol Oventic, una de las cinco comunidades indígenas zapatistas en las que residen las juntas del buen gobierno, es el 21 aniversario del levantamiento armado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional.

Llegan visitantes de todas partes. Simpatizantes o curiosos, sin paliacates ni pasamontañas en el rostro, se vuelven anónimos al atravesar la reja, pierden sus nacionalidades, pero no sus lenguas maternas en el largo corredor delimitado por murales que desemboca colina abajo en un escenario y una pista de baile.

Una voz nerviosa en castellano, no para de dar instrucciones a los asistentes del Primer Festival Mundial de las Resistencias y las Rebeldías contra el Capitalismo: “fórmense”, “no tomen fotos a menos que les den permiso”, “recuerden que aquí están prohibidas las bebidas alcohólicas, las drogas y las armas”, “mucho respeto”; sin embargo, otra voz que ya se había paseado por estos rumbos da la advertencia más importante: “cuando pongan la de ‘El moño colorado’ es que ya prendió la fiesta”.

La vista del primerizo en territorio zapatista se inunda con más colores de los que permite el espectro visible. Los ojos insaciables se corretean entre los aretes, las pulseras, las blusas bordadas, los libros que revelan la identidad de “El viejo Antonio”, las frases estampadas en playeras, postales, cuadernos… en una taza se lee “las mujeres con la dignidad rebelde”, por allá “un mundo donde quepan muchos mundos”, la imagen caracol que sonríe mientras dice “lento, pero avanzo” y las diversas lenguas que coinciden a pesar de la diferencia.

En una construcción las palabras sobre la madera anuncian: “Casa de la Junta del Buen Gobierno, corazón céntrico de los zapatistas delante del mundo”; en aquél mural una morena se asoma detrás de un paliacate y, Emiliano Zapata, con su monumental sombrero bien montado en la cabeza, observa desde otra pared a la muchedumbre en la que se confunden extranjeros de al menos 26 países, así como michoacanos, defeños, tzotziles, tzeltales, poblanos, oaxaqueños, artesanos, periodistas, fotógrafos, compañeros.


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El sereno está cayendo. Ya hace hambre. Las manos son invadidas por platos con tamales “de bola” rellenos de pollo, panes que los más voraces meten a sus bocas en un solo viaje, chalupas preparadas con col, betabel y zanahoria, tacos que esconden una rayita de carne en sus entrañas, vasos de café, arroz con leche o ponche… sin embargo, las bolsas y carteras apenas necesitan desprenderse de cinco o diez pesos para ganarle la guerra a las tripas gruñonas.


Los cierres de las chamarras suben, inútilmente, hasta la asfixia para aguantar el frío, mientras unos ya van en el tercer vaso de café, una estadounidense trata de entenderse en un torpe español con la niña tzetzal que le pregunta qué va a comer.

Abajo nadie se entera de que es invierno. “La del moño colorado” trae a todos mareados, campechanean pasos de ska, cumbia, polka, reggae, salsa, banda, rock… comienzan una “víbora de la mar” que acaba en una serpiente enroscada y revuelta sin forma, todos son el “Camacamacamacamacamacamaleón”, le cantan a La María: “no que no querías, nomás te andabas haciendo la mula…”

De pronto la música y la gente se apagan. Por el micrófono anuncian que la ceremonia va a comenzar y todos se repliegan en la pista de baile para dar espacio a 43 sillas vacías: las ausencias de Ayotzinapa. Los enmascarados y los desnudos de rostro que momentos antes se sacudían con el zapateado ahora muestran una mirada severa.


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La comisión de padres, familiares y estudiantes de la escuela normal de Ayotzinapa es recibida en el escenario con aplausos y una melodía festiva que acentúa el abatimiento de sus rostros. En las manos traen, como una extensión de su cuerpo, las fotografías de aquéllos que les arrebataron, o bien, dibujos inexactos que retratan a sus desaparecidos y los muestran más cercanos a nuestros rostros.


Aparecen dos escoltas de jóvenes engalanados con pasamontañas. La multitud entona el himno nacional y saluda con la mano derecha en el pecho a la bandera de México. La bandera negra del EZLN espera para cerrar la ceremonia, cuando todos levantan la mano izquierda a la altura de la frente y las voces se unen para cantar el himno zapatista: “Vamos, vamos, vamos, vamos adelante, para que salgamos en la lucha avante, porque nuestra Patria grita y necesita de todo el esfuerzo de los zapatistas…”

Tienen la palabra los compañeros de Ayotzinapa. Berta Nava Martínez, madre de Julio César Ramírez Nava, agradece al EZLN por cederles el lugar durante todo el Festival y su discurso se rompe al recordar: “...a mi muchachito me lo mataron ese día el 26 para amanecer 27, él me habló en la noche para decirme que iba por sus compañeritos, que iba a ayudarlos porque habían sufrido un atentado […] ya no regreso por nosotros, y venimos acá a pedir el ayuda para encontrar a sus compañeros, por eso es que yo me he unido a mis compañeros…”

Un hombre delgado de piel atabacada da un paso adelante, toma con sencillez el micrófono y se presenta, es Mario César González Contreras, padre de César Manuel González Hernández, se disculpa por no ser un gran orador y anuncia que, pese a ello, habla con sinceridad: “es un dolor muy grande señores […] un dolor y una desesperación tan grande que a veces estamos como locos, no sabemos lo que decimos, no sabemos lo que hacemos. Como decía un compañero: un día no comemos, dos días tampoco, pero no nos importa porque estamos buscando un pedazo de nuestro corazón nos han ofrecido dinero, mi hijo no tiene precio, mi hijo no lo vendo, mi hijo es lo más sagrado que tenemos nosotros como pobres…”

La multitud se une a su voz con un grito, en una sola lengua: “no están solos”. Carlos, un representante del Congreso Nacional Indígena, hace un recuento del despojo, las vejaciones y los crímenes que han padecido los indígenas en México y, finalmente, el Subcomandante Insurgente Moisés lee su discurso al gentío mojado por la lluvia que escucha frente al escenario, y cierra con un abrazo a cada uno de los asistentes de Ayotzinapa.

“¡Viva el EZLN! ¡Vivan las comunidades zapatistas! ¡Viva Zapata! ¡Viva la comandanta Ramona! ¡Viva Galeano!” Los abrazos se reparten: “Feliz aniversario”, dicen unos, “Feliz año”, repiten otros. La música arranca de nuevo, pero las ausencias no se van, nunca se han ido.

Es “un mundo donde caben muchos mundos”: Julian, un joven de País Vasco, protesta cada vez que la banda de enmascarados amenaza con tocar la última canción y luego salta emocionado sobre los charcos cada vez que descubre que sólo era una advertencia. Luis cubre su rostro, pero no su identidad, mientras baila le menciona a su compañera que ya está acostumbrado a tanto extranjero en su comunidad.

Un español se pregunta sorprendido por qué hay una bandera de México en territorio autónomo y rebelde. Una indecisa se debate entre ir o no al baño por miedo a resbalar en la letrina o caer en el lodazal. Un grupo baila descalzo adaptando la danza africana al zangoloteo de la fiesta. La timidez de algunos jóvenes zapatistas se desborda más allá de sus paliacates y se empujan unos a otros para animarse a sacar a bailar a una muchacha.

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En la iglesia, un grupo de ancianos ha danzado toda la noche al ritmo de los panderos y las cuerdas de la guitarra. Cientos de velas y veladoras arden frente al altar tapizado de vírgenes morenas, de vez en vez cuatro mujeres se arrodillan y rezan en tzotzil, en su lengua materna.


En la madrugada los agotados buscan refugio de la lluvia y del frío en sus inundadas tiendas de campaña o en el piso de la iglesia, por allá hay algunos que improvisan tortas de aguacate en la tienda comunitaria y los incansables siguen zapateando en el lodo.


Entre más cerca estamos del frágil portón que nos echará de regreso al “mal gobierno”, más claro es el eco del subcomandante Marcos: “Ven. Sentémonos un rato y déjame contarte. Estamos en tierras rebeldes. Aquí viven y luchan ésos que se llaman ‘zapatistas’. Y muy otros son estos zapatistas... y a más de uno desesperan. En lugar de tejer su historia con ejecuciones, muerte y destrucción, se empeñan en vivir […] Ssh. Silencio, la madrugada ya deja su paso al día. Si, ya sé que aún está oscuro, pero mira cómo las champas se van iluminando de a poco con la lumbre en los fogones. Como ahora somos sombras en la sombra, nadie nos ve, pero si nos vieran seguro nos convidarían un cafecito que, con este frío, se agradece…”.


 
 
 

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