Próxima estación: La Merced
- contratiempomx
- 18 feb 2015
- 5 Min. de lectura
Pedro Camacho Soberón

-Dime que soy un hijo de la chingada.
Toroloco trataba de agarrarle las tetas, pero ella no se dejaba.
-Eres un cerdo.
Y cuando el metro empezaba a frenar, la inercia hacía que La Lucy diera contra su voluntad unos pasitos hacia él, que la recibía con sus brazos y aguantaba el peso con su espalda recargada en la ventanita que separa a los pasajeros del operador.
-¡Suéltame!
Finalmente el metro hacía una parada total y La Lucy podía liberarse. Pero no lo hacía. En lugar de eso lo miraba hacia arriba con lujuria y le acariciaba la entrepierna.
-Eres un hijo de la chingada.
Cuando hacía su cabeza para atrás y lo veía a los ojos se le arrejuntaba la piel en la nuca, y los pliegues se asomaban entre su cabello rojo mal pintado. Luego dejaba salir una risita como diciendo “pero yo soy más cabrona” y cuando lo tenía bien excitado le soltaba los huevos.
Toroloco respondía al jugueteo agarrándola por la cintura, como a una estrella porno, sólo que en lugar de coger hueso cogía piel y grasa y estrías que se desbordaban de sus jeans deslavados y demasiado apretados. Después se inclinaba hacia ella para reducir sus casi dos metros de estatura, dejándolo a una distancia razonable que le permitiera clavarle la lengua en las anginas y acariciarle los dientes amarillos con el arillo de metal que le atravesaba la lengua.
-¿Qué me ves David? Tú querías venir, ¿no? Te dije que no querías ver esto, pero estuvistes chingue y chingue.
Yo tenía la suerte de ser llamado por mi nombre. Cuando mi mamá tuvo gemelos pensó que sería muy simpático ponernos a los dos David, y como yo salí un tono más claro que mi hermano, a él le toco ser, para siempre, "El Indio". Y ahora el Indio David nos esperaba en la estación de La Merced.
-No sé qué haces aquí. Pinche Indio la cagó, y ya sabes lo que les pasa a los que me quieren ver la cara ¿no, David?
-Sí, Toro.
-¿Entonces? Ni creas que porque es tu hermano y me caes chido vamos a hacer como que no pasa nada. Pinche Indio, ahorita que lleguemos...
Toroloco apretaba a La Lucy contra su cuerpo y soltaba una carcajada. Después ordenaba:
-Dame mi desa.
Su "desa" era una navaja suiza que La Lucy le guardaba siempre. Cuando se la entregó, Toroloco empezó a repasar sus herramientas.
-A ver, a ver…
Primero la navaja.
-Ésta, Lucy… dime, ¿para qué la usé?
-Le cortaste los huevos al güey que se cogió a tu novia…
Después las pinzas.
-Ah sí, sí… ¿y ésta?
-Le quebraste los dedos a un cabrón que te dio baje con unos discos.
-¿Y ésta?
Era el sacacorchos. Cuando La Lucy contestó no se aguantó la risa.
-¡Pues esa es para El Indio!
-Ah sí, ¿y qué hizo?
-¿¡Pues cómo que qué hizo, Toroloco!? Le vendió a los de la Línea Azul tus chivas.
-¡Que se confundió de bando!, ¿no? No le funcionan los ojos al pendejo… Se los voy a tener que sacar.
Y La Lucy se reía.
-Dime que soy un hijo de la chingada.
-Eres un hijo de la chingada.
Y lo era. Pero también era mi jefe y el de todos en la Línea Rosa. Conseguía de todo. Discos pirata, libros, chocolates, juguetes para el niño o para la niña... Lo conseguía bien o mal.
Nosotros éramos sus discípulos, y nuestra oración era la de "¡Buenas tardes, damita o caballero, disculpe que lo venga a molestar, le vengo ofreciendo producto de calida', de noveda', ayúdeme a ganarme la vida honestamente!".
Toroloco pensaba que era lo justo. Peor, pensaba que era poético. Que castigando a mi hermano el universo lograría una especie de equilibrio natural. "Ladrón que roba a ladrón...". Ni pedo, El Indio la cagó y yo tenía que portarme como un buen hermano.
Reformar a un maníaco en dos estaciones. La grabación me recordaba mi suerte:
Próxima estación, Pino Suárez. El metro se iba frenando y La Lucy daba los pasitos hasta agarrar a Toroloco de la entrepierna; después yo me hacía el sumiso.
-Aguántala, Toro. El Indio todavía te sirve. ¿Cieguito qué va a hacer?
-Pues ponerse a cantar con una lata, ¡esos güeyes sacan varo!
-Mira, la cagó. La cagó feo, es un pendejo. Pero por mi cuenta corre que no vuelve a pasar. Me conoces Toro, pásale ésta y yo me encargo de que jamás haga otra pendejada.
Me respondía entre risas.
-¡Para eso querías venir, David!
Pero Toroloco era un hijo de la chingada y no lo iba a reformar en una estación. Me abalancé a su mano y traté de arrebatarle la navaja. Pensaba que me ocurriría lo del viejo cuento de las abuelitas que ven a su nieto aplastado por un auto y son capaces de cargar la tonelada de metal sobre sus hombros. Pero él y sus casi dos metros eran demasiado para mí.
El forcejeo no duró ni treinta segundos, y cuando finalmente se quedó con la navaja yo me sabía muerto. Cuando llegáramos a La Merced no era cuestión de si me mataría o no. Era cuestión de cómo. Quizá usaría el abrelatas, o quizá el destornillador.
-Ahorita que lleguemos, hijo de la chingada… ahorita que lleguemos. Pinches vivos, tú y tu hermano.
Sus amenazas eran burlonas y La Lucy me veía como si hubiera cometido el error más grande, y último, de mi vida. Que era exactamente lo que había pasado. La grabación me sentenció: Próxima estación, La Merced. La Lucy dio dos pasitos al frente. Luego tres. Luego cuatro, y después se impactó de lleno contra Toroloco. Parada en seco. Los gritos venían de la estación a la que no alcanzamos a llegar. Apagaron las luces del vagón y cuando finalmente nos bajaron vi a dos paramédicos subiendo a mi hermano, o lo que quedaba de él, a una camilla. No iba a la sala de urgencias, iba directo a la morgue. Toroloco se despidió de mí entre risas.
-¡Te dije que era un hijo de la chingada! Nos vemos mañana, tienes que moverme una bolsa entera de engrapadoras.
Eso le bastaba como mi castigo, eso le bastaba para que el universo llegara al equilibrio retorcido que tanto buscaba.
Me abrí paso entre la multitud que hablaba irritada en sus teléfonos celulares. Recogí pedazos de una conversación. Era un tipo cuarentón de saco y corbata que veía su reloj obsesivamente para después llevarse la mano a la cabeza y rascarse la calva.
-Sí, sí, voy tarde. Un pinche indio se acaba de aventar a las vías.
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