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El trono de los condenados

  • contratiempomx
  • 21 oct 2014
  • 5 Min. de lectura

Blanca Sosa Quintero


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“Saca la basura, mastúrbate”, dice St. Vincent en una de sus canciones, y yo quisiera hacerlo justo ahora, ahora que lo grita tan fuerte con su guitarra en mi oreja izquierda, a través del audífono. Pero, resultaría imposible masturbarse mientras el autobús está en movimiento. No porque el movimiento dificulte la actividad, —no, en todo caso la facilita—, pero la cabina de baño es demasiado estrecha, pestilente, reventada por arterias de caucho que fluyen en todas direcciones y exhalan, como larvas calcinadas, una bocanada de humo negro cada que se les antoja.

Pero los minutos se convierten en horas, y lo que era un capricho mundano —pecado sugerido por una cantante inglesa— se convierte entre las tripas, las costillas y los riñones en una necesidad.

Ninguna abstracción será suficiente. Acá viene el primer retortijón, el mareo de muerte, el sudor frío; ¡pam, pam, pam!, se acerca zapateando la muerte, y el estrecho pasillo se hace más largo, más oscuro, menos confiable: arena movediza que devora mis piernas, y se agita para rechazarme.

Corro, corro, llego y abro la puerta. Y sudo, sudo como nunca antes había sudado en mi vida. Ahí está el peligroso olor recibiéndome con una bofetada en el rostro. La primera imagen del mundo subterráneo es devastadora: una taza, que es más bien un insulto contra la proporción humana; la mugrienta tapa cubre el hueco abominable de eso que, como un receptáculo infernal, uno de estos días, proyectará el fin de los tiempos.

Pero la presión es tal que desde hace unos minutos he perdido los doscientos años de civilización incipiente que los franceses intentaron enseñar al mundo guillotinando cabezas; no importa, no importa, lo que sí importa es la tapa gris que se presenta como un animal ponzoñoso que debo tocar.

Tiemblan mis manos, mis dedos, el sudor se vuelve más abundante, espumoso en mis axilas y mis piernas, en todos los resquicios de mi cuerpo; el líquido se ha convertido en una rabia que muerde mi carne hasta la desesperación…¡No puedo más! Levanto la tapa y El Fin del Mundo se desploma en mis ojos, se cae con un pesado color blanco que enchinaría la piel de Poe, Dickens, y de todos esos que alucinan el blanco en sus sueños espesos de cadáveres y lodo.

La taza desborda el sedimento inconcebiblemente blanco que desprende el olor ácido característico de la orina y la enfermedad: el trono de un condenado a muerte.

El autobús se balancea, me invita a acercarme más y, por un momento, creo que desaparece la necesidad, que no tendré que ser juzgada en ese banco incierto, pero a los cinco minutos mi cuerpo responde de manera violenta, le entra un espasmo de vómito, de negación.

Los destellos metálicos del lavabo se clavan en mis pupilas, como una fuente salvadora; me apresuro a abrir la llave, pero no hay agua, sólo un líquido transparente que se mueve como alfil de cristal hacia la derecha y hacia la izquierda, derecha e izquierda sin detenerse jamás.

Cierro los ojos e intento despertar. Imposible ahora. Nunca. Nunca más…. Desabotono el pantalón de mezclilla, intento bajarlo; surge de la mezclilla la voluptuosa existencia de la carne, el nacimiento violento de un pedazo de urgencia pálida cubierta por delgados hilillos de sangre que se prolongan hasta los zapatos. Cierro los ojos, me inclino, cierro los ojos, e intento aferrarme, cierro los ojos, respiro, respiro, cierro los ojos. “Jamás, jamás”, repito, pero ya es demasiado tarde.

No hay nada más humillante que el Doctor Descuento te observe haciendo del baño. Tan sólo de imaginarlo uno se siente humillado: sus ojos azulillos, despintados y tierrosos, clavados en tu espina dorsal que se contrae como una escalera de hueso a punto de venirse abajo.

Los baños públicos son la muerte. Siempre llenos de basura, de mugre, mierda y sangre. Escenarios perfectos de películas de terror; lugares estrechos cuyas paredes parecen estar siempre copulando, esforzándose por tocarse mientras uno se las arregla con los pantalones en el suelo por evitar el contacto desagradable con esos muros bastardos llenos de sexo, pelos y enfermedades.

No faltan los mirones: Doctor Descuento, Doctor Simi, Mamá Lucha, todos esos espectaculares que observan la ciudad desde su tiempo sin tiempo, pero que son igual de desagradables que cualquier otro mirón de carne y hueso. El Distrito Federal es tierra fértil para los baños públicos, están por todos lados, todo es factible de convertirse en un baño público: la zanja, el bache, el terreno baldío. Los baños públicos no están regulados, cualquiera puede poner uno el día que le parezca más conveniente.

En uno de esos curiosos y extraños casos, la Secretaria de Salud del Distrito Federal visitó los baños públicos de la delegación Cuauhtémoc durante el año 2012 y nada, lo que todos han padecido uno u otro día en la ajetreada quasi-vida chilanga: mala higiene, falta de ventilación, sin señalizaciones ni espacios para personas discapacitadas.

La cosa resulta más caótica si se habla de los baños en los autobuses,…los baños en las universidades, los baños en las papelerías, en el metro, en la lluvia, en los conciertos, en la gloriosa plancha del zócalo, junto a la bandera nacional, y a las gorditas crujientes y grasientas, por demás insípidas y caras, que venden en toda esquina de la capital que se sepa respetar.

Hay baños brotando por todas partes, entre la tierra y el lodo; baños para cinco, y para uno; para desesperados y ansiosos, y todos están igual de sucios y violentados; baños donde se pierden los celulares, y donde se pierde la virginidad, donde se pierde el decoro…En este país llueven los baños por montones, tanto así que si Duchamp hubiese vivido en “la región más transparente”, de su honorable cabeza azteca no hubiese brotado una fuente-urinario, sino una taza desbordante de papel blanco, el trono de los condenados a muerte, único lugar reservado para los especímenes del siglo XXI.


En la cabina del autobús se deja sentir una brisa proveniente de uno de los vidrios ahumados y estrellados que funge como pared. Todo ha acabado o ha vuelto a comenzar; los músculos que se contrajeron violentamente, ahora están relajados; la mezclilla sube, se abotonan los botones que deben ser abotonados; las manos palpan el cuerpo para comprobar su integridad. Abro la puerta…la post-vida, la resurrección, el retorno del infierno de Dante y, mientras camino hacia mi asiento, voy dejando entre los pasajeros colgajos turbios del Hades hidráulico. Después de esto, puedo jurarlo, no habrá nada irrealizable. Ni quinientas tareas, ni monstruos de mil cabezas. Nada, nada será irrealizable.


 
 
 

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