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La muerte nunca viene sola

  • contratiempomx
  • 20 oct 2014
  • 2 Min. de lectura

Por: Oliver Neoquínico.


El rastro1.jpg

La lluvia no aminoraba. Anduve por las calles aledañas al metro Juárez preguntando por el Museo Británico Americano, pero las caretas de los taqueros fueron tan elocuentes de su desconocimiento que ni siquiera me esperé a recibir una respuesta. Caminé un poco y vi un recinto viejo, desgastado. Al lado del portón rojo de su entrada estaba el letrero de “El rastro”, de Elena Garro.


Estaba cerrado, pero al verme, una chica acudió a abrir. Eran casi las siete y me extrañó que no hubiera gente. La lluvia ahuyenta. Había una pareja cubriéndose cerca de mí, al verme entrar, me siguieron.


Mientras esperaba la entrada, me fijé en el contraste de la flora que adornaba el lugar. Del lado izquierdo había un jardín verde muy bien cuidado con un árbol frondoso, quizá demasiado para la época. Del lado derecho había un tronco muerto. Un árbol de ramas secas que anunciaba la inexistencia de pie. La carencia de oxígeno. El aire que nos falta. Cerca del árbol muerto había un ventanal con muchos cristales rotos. El recinto lucía abandonado, descuidado, y esa apariencia le daba una cualidad espectral, añeja, de estructura con mucha historia en sus ventanales rotos.


La obra empezaba a las siete y era notoria la espera debido a la poca afluencia. La lluvia seguía ahuyentando. Cuando no era posible esperar más, nos dejaron pasar a las pocas personas que no le teníamos miedo a mojarnos un poco.


El interior del museo era más espectral todavía. El agua caía con fuerza, con estrépito que golpeaba al eco que gemía con furia y con desgano del tiempo. Comenzaba a oscurecer y los ventanales dejaban entrar lo poco que quedaba de la luz solar. En el centro, había un árbol semejante al de afuera, falso, pero árbol al cabo. Había un cuadrado y en cada esquina una persona, quedando el árbol justo en el centro de todo.


Adrián Barajas, el escogido. Un hombre borracho, educado en el misticismo primero de los pueblos indígenas que mezclaron sus creencias con las de los católicos misioneros. Un hombre borracho, machista que, en su delirium tremens, buscaba cometer un asesinato.

El rastro 2.jpg

La muerte nunca viene sola. Y en el Rastro no hay nadie que nos regale una mirada. Adrián Barajas, el hombre al que ya nadie escucha, el hombre con alas fuertes pero rotas, cree haber pecado y traicionado la pureza de su madre Teófila Vargas.


El Rastro es una obra que mezcla elementos místicos del inframundo prehispánico, con las creencias católicas del respeto y del vínculo familiar. La última función se presenta este sábado 25 de octubre en el Museo Británico Americano. Un hombre decide matar para borrar la mancha autoimpuesta, pero lucha, al mismo tiempo, contra sí mismo, contra su mujer, contra los señores del inframundo, contra su madre, contra la Iglesia. Pero su carácter débil no le permite sostenerse en pie mucho tiempo.


Luego hay un silencio, Mictlantecutli se levanta. Algo se rompe. La lluvia se calla. Y todo ocurre sin ruido, como debe ser.

 
 
 

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