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Espero que me perdonen

  • contratiempomx
  • 17 sept 2014
  • 5 Min. de lectura

Recuerdo un cuento de Quiroga. Un hombre es mordido por una serpiente mientras flota en su bote. Lucha por llegar a la orilla.

Miguel Ángel Tepostecto Rodríguez

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Recuerdo un cuento de Quiroga. Un hombre es mordido por una serpiente mientras flota en su bote. Lucha por llegar a la orilla. Poco a poco lo abraza la somnolencia de la muerte. Cae. Ya no se levanta.

…Llueve sobre la ciudad… Dice una canción de rock mexicana. Toda la calle, de aquí a la tienda de regalos del fondo, está empapada; la vista rara vez me deja distinguir a la gente con sus verdaderas formas. Veo, eso sí, bultos que se deslizan a lo lejos, como manchas en la superficie de un cristal. Estoy fuera de mi casa y lo entiendo.


Le mandé un correo a mi hermana Paty en México. Tenía cuatro años y medio sin contactar a nadie por allá, y esa lejanía, según sus palabras, se había sentido en mi familia. El perro joven de mi casa ahora era viejo, el perro que antes era viejo ahora es polvo; mis gatos ya no salen a los tejados, sólo duermen acurrucados, ya sin moverse mucho. Significa que ha pasado el tiempo, o mejor dicho: “el tiempo todo lo destruye”, como diría Gaspar Noé.


Cuando salí de allí no tenía trabajo. Ahora lo tengo. Vendo equipo médico a los extranjeros y, de vez en cuando, escribo notas para un medio muy local en Tai Po o Sai Kung. China es un país enorme, conseguir público es más fácil que en el Distrito Federal.


Shei-Fan, niña preciosa de ojos cafés, como los de mi madre, juega con un libro de figuritas. También ve la televisión, hay un programa de peluches con aspecto grotesco, bailan y se matan, y a ella le gusta; algo que heredó de mí. Shei-Fan Gabriela Teposteco Rodríguez. Mis dos apellidos los tiene porque O-yun huyó a otro lugar, a otra orilla del Pacífico o a algún agujero hediondo en Taiwán. Una mujer muy inteligente, al grado de asustar. "¿Dónde está ella?", preguntará Shei-Fan, y yo le diré: “No sé”, y ella dirá: “Bueno”, y yo diré: “Te quiero”, y ella dirá: “Yo también”.


Paty lloró cuando vio a Shei-Fan por el Skype. Era normal, se parecía a ella, pese a la diferencia racial evidente. Las mismas pestañas estaban ahí, además del leve color moreno que inunda el perímetro de las mejillas. “Soy tu tía, nena”, dijo Paty, y Shei-Fan rió.


Gao vino esta semana a despedirse. Cuando tomábamos un café, a las afueras del restaurante Shi-fu, famoso por su poca tolerancia a los indios (de la India, no los mexicanos, como yo), le dije en mandarín un equivalente a “gracias, carnal”, y él extendió la mano y en el signo más occidental me dio un abrazo. Pedimos de comer. “Irán conmigo”, me dijo. “¿A dónde?”, pregunté. “A Pekín”, me dijo. O-yun era de Pekín. La sangre pequeña y tibia que corre por los brazos de Shei-Fan es de ese lugar gigantesco, en alguno de los pueblos de montaña, donde su madre creció; donde alguna vez existió su parte amorosa de O-yun.


Paty me ha informado qué ha pasado con la geopolítica familiar. El tío “Oso” se casó (¡por fin!), y el gran escándalo fue cuando resultó que no se juntó con una mujer. Qué divertido. Al igual que el tío Gustavo, el tío Casimiro enfermó de cáncer, pero él sí sobrevivió. Se murió Juan Gabriel, por lo que hubo luto nacional. Mi madre esperó cada fecha especial a que yo volviera, durante más de media década. Cada 10 de mayo, cada cumpleaños, cada navidad, cada año nuevo. Si todo va bien, este año ocurrirá. Mi padre, tan intuitivo, adivinó algunas razones por las cuales me perdí: una chica. O-yun.


Años antes yo había llegado a la isla de Cabo Verde, en la costa africana, sin saber portugués ni conocer las costumbres del lugar. Me trajo desde México el loco, genio e imprudente de Carlos Lopes, nieto del caboverdiano de honor, Baltasar Lopes. Aquella era una isla pequeña, reconfortante e inscrita a un destino parecido al de México: la magia, la soledad, la frescura y “el sonido y la furia” de Faulkner.

O-yun llegó a mi vida una mañana en que alguien había asesinado a un pobre viejo en su silla, afuera de su casa. Al igual que yo, su padre había imaginado una vida en un lugar perdido, sin mayor responsabilidad que mirar el amor de las olas. La conocí mientras lloraba y gritaba insultos en un mandarín-inglés-portugués contra un ebrio, asesino de su padre. La detuve, porque si no, hubiera ocurrido otro asesinato y ese día nadie quería ver más sangre.


Ella era el fatalismo andante. Siempre pensaba que todo el mundo, de un momento a otro, se iría a la mierda; lo que era verdad, pero no era “bonito” de repetir. Además era una acumuladora de enojos. ¿Qué fue lo que me gustó de ella? Su increíble poder de deducción y una mirada por ahí, en lo más superficial de sus ojos, que me susurraba una frase, insana, divertida, distinta a cualquiera que hubiera visto jamás. Era algo encantador.


El atardecer cae cerca de aquí en Tai Po, como una bomba tirada desde un avión a lo lejos, oculto, tímido. La explosión resulta en la noche, la onda expansiva golpea a los ciudadanos y yo, fuera de México, espero el momento perfecto para volver.

Esta tarde llegó el último correo de mi hermana antes de salir de aquí. Llegó ya entrada la noche, cuando la niña dormía y yo redactaba una nota sobre un homicidio del otro lado de la ciudad. En una pequeña tele a color que descansa encima de la mesa, en un inglés de pronunciación cuarteada, se anuncian las elecciones en México. Los candidatos no los reconozco, ha pasado mucho tiempo. Un hombre gordo se desliza por los pasillos de las casas partidistas, una frente roja, una sonrisa de animal. ¿Algo cambió desde que me fui? Es poco probable.


La última vez que supe de O-yun fue hace dos años. Le dije algo idiota, algo sin sentido, algo como “mañana no, hoy”, hizo una mueca y azotó la puerta. Jamás volvió. Igual le envié un mensaje, le dejé una carta a un amigo suyo, en ella le decía que la niña viajaría conmigo, que viviría en el D.F., que crecería rodeada de música, humor, confianza y calidez latina, que aprendería más castellano, que sería la más chingona de su salón, que se casaría con un nacional o con un extranjero, o que no lo haría, qué se yo. Que intentaría saber sobre sí, que viajaría desde México hasta Hong Kong, hasta Pekín, hasta las provincias, hasta las estepas, buscando a su madre, y yo, viejo, trataría de detenerla con todas mis inútiles fuerzas; y la famosa O-yun jamás aparecería, como si jamás hubiera existido. Y esa niña, ya hecha una mujer, que creció en mis brazos, resultó haber nacido entre los estantes de una biblioteca viajera. Tal vez una vez en nuestro pasado, oí una noche su llanto, busqué entre los volúmenes y encontré, pequeña e indefensa, a esa criatura que me entregaría la felicidad eterna, hasta el final de la vida, hasta el final de los tiempos.


Llueve sobre la ciudad, ¿por qué te fuiste ya? No queda nada más. Llueve sobre la ciudad, y te perdiste junto a mi felicidad…

En un ferry Shei-fan se acurruca en mis brazos. Tiene los audífonos puestos. A lo lejos, entre los dientes de concreto que dibujan la geografía de Hong Kong, veo cómo un pedazo de mi vida tira sus migas sobre la base de la ventana. Observo a todos los pasajeros, tan diferente es el Distrito Federal, por lo menos como yo lo recuerdo. Gao me espera en la estación siguiente, despierto a mi niña y bajamos. Él nos sonríe, nos da un abrazo a los dos y con su cara seria de “no siento nada”, nos guía hasta el siguiente andén en la atestada estación. Le doy un “gracias” en castellano, y una tela rojiza cubre por un segundo sus ojos.

 
 
 

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