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Kamikases

  • contratiempomx
  • 28 ago 2014
  • 4 Min. de lectura

Crónica: La travesía de viajar del Estado de México al Distrito Federal todos los días.

Villalobos Aguilar Karen Areli

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Faltan treinta minutos para las diez de la noche. El cielo está despejado y el cuarto creciente de la luna, con su blancura que la caracteriza, parece observarlo todo desde el firmamento. El tránsito ya se ha reducido, pero aún hay personas que salen a comparar el pan o la leche para la cena.


La parada de autobús está vacía, sólo una mujer de avanzada edad espera. No es una avenida muy amplía, sólo cuatro carriles: dos de ida y dos de regreso. Son muy pocos los automóviles que van de regreso a la “ciudad de las oportunidades y del progreso”: el Distrito Federal. La gran mayoría vuelve de un viaje pesado, de dos horas, a su hogar, la boca de piedra: Tecámac.


-¿Cuál espera? ¿El que va a Indios Verdes?; sí todavía pasan, pero se tardan un poquito-. Después de esperar 15minutos, por fin levanto mi brazo para hacer la señal de parada. Un autobús se detiene frente a mí. Es blanco, con muchas ventanas y dos entradas, una delantera y una trasera. En un letrero, colocado sobre el vidrio que cubre la vista principal, se puede leer: Indios Verdes por la pista.


Se abren las puertas e inmediatamente se enciende la luz. –Buenas noches-, el hombre no contesta. Me mira y estira su mano para recibir el importe indicado: doce pesos. Parece ser un hombre en la plenitud de su vida que con fastidio y desdén cumple con sus jornadas laborales de más de ocho horas y ni pensar en el pago de horas extras. La puerta se cierra tras de mí y el chofer mueve la palanca para poder continuar el recorrido. Las luces se apagan.


Camino por el pasillo principal. Salvo dos mujeres y un joven, no hay nadie más en el autobús capaz de albergar, en asientos de no más de 25cm, a 30 personas sentadas y todas las que se puedan de pie. Todos vienen con los ojos bien abiertos, saben que pueden llegar al metro con todas sus pertenencias o sólo llegar.

El autobús arranca. Aún estamos en las calles que conocemos bien, las de nuestros vecinos y las nuestras. Diez minutos más tarde las fachadas diarias desaparecen y una curva nos hace zambullir las cabezas; entramos en la carretera.


Sigue oscuro. Las ventanas están cerradas pero la cubierta que debería existir en la salida de emergencia superior deja el paso al aire gélido del exterior, característico del Estado de México.

Afuera ya no hay casas. Sólo cuantificados automóviles que recorren a prisa los tres carriles de la México-Pachuca. A lo lejos están los cerros empapados de docenas de foquitos de colores que son señales de vida. En los costados de la vía, hay casas improvisadas que sólo se dividen de la carretera estatal por enrejados. Es San Cristóbal.

Pasamos la primera caseta de cobro. En cuanto el conductor paga su viaje, arranca con mayor velocidad. Tiene el tiempo contado; si le mete la tercerapuede hacer otro viaje de regreso, saldar su cuota en la base y pasar a cenarse unos tacos.


La velocidad aumenta. En el interior tan sólo se escucha el motor que se fuerza al cambio de velocidades. El aire pega en la cara. La mujer que se encuentra más cerca del conductor se persigna. Sabe que los accidentes por exceso de velocidad son el pan de cada día. Tan sólo el año pasado se registraron 500 accidentes con un saldo de 60 personas fallecidas y 550 lesionadas.


Una curva. El autobús disminuye la velocidad de golpe y las cabezas se jalonean a la izquierda como látigos. El muchacho de dos asientos adelante se reacomoda del jaloneo. Ahora se sostiene con las dos manos sobre las manijas de metal.

Ahora un bache. Esta vez las cabezas no se mueven, el cuerpo brinca con violencia y cae de golpe en la butaca. Los huesos crujen al estamparse y la tensión aumenta. Los corazones se aceleran y el aire se vuelve sepulcral, como avisando el destino que nos espera sin continúa con esa velocidad.


Nadie se anima a decir nada. Cada uno se agarra como puede y se tranquiliza como puede. Advierten que si se atreven a exigir seguridad en el viaje, están destinados a que el chofer los baje en medio de la vía y ni siquiera les devuelva sus doce pesos.

La marcha sigue. De repente el camión se orilla bruscamente. Alguien acaba de hacer la parada en uno de las estaciones improvisadas por las colonias aledañas. No hay bancas de espera, ni señales que indiquen que ahí se puede tomar un autobús, Sólo está el acotamiento y una reja de metal destrozada que permite la salida de los que arriban.


Como si lo hubiesen ensayado, los tres pasajeros levantan al unísono la cabeza. Quieren ver quién va a subir. Los asaltos a mano armada son a todas horas. El año pasado las autoridades estimaron un total de 120 asaltos, a unidades de servicio público, diarios.

Falsa alarma. Una joven con su novio se integran a la unidad. Pagan y se sientan en los lugares del centro. Se vuelven a apagar las luces; otra vez a las andadas. Era la última parada “El gallito”. Los pasajeros lo saben, ya no mantienen las cabezas erguidas, ahora las apoyan contra las ventanas o contra el respaldo. Están aliviados. Una vez más, pasaron la prueba; pueden llegar vivos a casa.


El camión sigue con su velocidad. Ya no hay curvas, solo baches que hacen saltar de vez en cuando. Veinte minutos después se acaba la carretera y la carrera. Seguimos en el estado, pero en cualquier momento arribamos al DF.

Cruzamos sobre un puente. Los cerros han desaparecido y en su lugar se observa esa plaga de edificios grises de la ciudad. Los árboles se acabaron y las luces se multiplicaron.


Ahí está el gusano naranja. Es el metro de Indios Verdes. El bus para en seco, el motor hace un bufido y las puertas tanto de atrás como adelante se abren de golpe. Todos agarran sus cosas y bajan apresurados. Cruzan el umbral de la puerta, ya no se acuerdan de que hace treinta minutos entregaban su vida a la muerte. Ahora, sólo se encargan de respirar el aire del paradero y correr con su vida a cuestas.

 
 
 

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