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Dulces lágrimas al final de la travesía

  • contratiempomx
  • 18 ago 2014
  • 7 Min. de lectura

"Pero, ¿a un jugador le gustará ser suplente? Se pregunta y a la vez contesta: No, a nadie le apetece estar en la banca y no jugar".

Juan Pedro Salazar

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Era el final de su travesía, el reencuentro con aquel amigo que le presentó su abuelo y su padre; y que él descubrió en sus primeros años de vida, cuando corría tras un balón sobre la alfombra verde.

Tras empujar el esférico a las redes, corrió como si en ello se le fuera la vida. De pronto, se detuvo y alzó las manos en agradecimiento al cielo; sintió que el peso cargado lo vencía hasta hacerlo caer. Se hincó, extasiado. Su cabeza se movía como negando el momento vivido, como si dudara del fin de la ausencia. Y fue ahí cuando el llanto emergió de sus adentros y un grito lo encapsuló todo: gol. Su gol.

Aquella anotación abultaba el marcador: 3-0. México ganaba y gustaba en un segundo tiempo de ensueño. La travesía tricolor se conducía a buen puerto tras dejar a la deriva el barco croata que veía cómo se diluía la orilla de los octavos de final. Él, con su número 14 en la espalda, seguía corriendo, como el niño que no se cansa de jugar.

El silbatazo llegó justo después de que el barco croata disparara su última munición y acertara. Pero nada cambiaría ya: 3-1. La fiesta era mexicana, la decepción europea. Y él podía jactarse de marcar, otra vez, en un mundial.

Tras el cristal, recuerdos

Mira por la ventana del hotel de concentración. Afuera todo es calma. A lo lejos, el mar se mece en compañía del viento. Y las estrellas, por primera vez en muchas noches, salen a pasear por el cielo brasileño.

Abre la ventana y la caricia del viento de Recife le mece la playera. Cierra los ojos y recuerda la jugada: se colocó detrás del defensa y corrió delante de él cuando su compañero peinó el balón con la cabeza. El encuentro era entre la redonda y su cuerpo. Nada los separaba, ni siquiera el miedo a fallar porque sabía que no ocurriría, era su momento.

Llegar ahí fue difícil, por momentos lucía imposible. Aún recuerda los abucheos y los comentarios en televisión de aquellos que lo criticaban por su forma de juego, esos mismos que cuatro años antes lo alababan y destacaban su viveza para anotar, su condición de matón del área. Después todo cambió. Ahora todo volvió a girar.

Las travesías siempre tienen sorpresas, nunca son caminos sencillos de andar, siempre presentan dificultades que impiden el andar: enormes rocas que bordear, hoyos que se esconden debajo del pasto verde, animales dispuestos a atacar o humanos capaces de estirar el pie y hacer caer.

Él lo sabía y por eso reflexionaba con la vista perdida en el horizonte. Si le hubieran pedido escribir esa historia, no habría imaginado un final así: entrar de cambio y revolucionar a un equipo que navegaba entre el temor y la astucia.

Su reflejo lo sorprendió en la ventana, se detuvo en sus ojos que tenían esa magia de los niños al mirar y se recordó, justo cuando era eso: un niño vestido de ilusiones, que saltaba al campo de la mano de su papá. Después llegaba a casa y corría a ver al abuelo, quien se desvivía por presentarle al balón y mostrarle dónde debía pegarle.

Sonrió ante ese recuerdo. Después lo asaltó el momento en que cuando ingresó a la escuela de futbol. Tenía 6 años y el profesor encargado del equipo lo instruyó como un lateral derecho. Pero su inquietud y la imagen de su abuelo y padre jugando como delanteros, no lo dejó en paz.

Desde entonces, la portería se le dibujó en la mente como el destino anhelado. El campo se convirtió en esa travesía que habría de andar para tocar la gloria. El balón era su amigo, su amor en forma redonda. Los defensas, rivales que intentarían impedir sus conquistas. Y el gol, su adicción.

Aún recuerda aquel 9 de septiembre del 2006, cuando el tablero electrónico anunciaba su ingreso al campo. El partido estaba 3-0 y las Chivas dominaban a un Necaxa que ya deambulaba por las fauces del descenso. Entró, le sirvieron un balón y él lo tomó cerca del punto penal. Dribló y se quitó la marca del defensa para disparar con pierna derecha. El debut soñado: gol.

Después todo se volvió nebuloso, el camino se llenó de piedras y cayó. Se sentía derrotado, al borde de decir: ¡basta! Pero la vida sabe recompensar la constancia de las personas que deciden no rendirse. Y él, a pesar de todo, era uno de ellos.

Gozar, sufrir, su dualidad

La travesía no se disfruta sin una dosis de sufrimiento, de sentir que todo puede estar perdido y, de un momento a otro, resurgir. La reflexión le llegó al recordar el gol anotado. Los recuerdos se le mezclaron y el pasado se le confundió entre momentos cercanos y lejanos: su presentación como “diablo rojo”, el gol inaugural del Omnilife, la anotación con la que debutó en su nuevo equipo, aquel tanto que valió el primer título a principio de la temporada, el “mano a mano” frente a Hugo Lloris que terminó ganando, el disparo que se anidó en las redes argentinas cuando el barco tricolor sucumbía, la final disputada en Wembley y la lesión que inició la debacle…

Se detuvo justo en ese último detalle, como si quisiera tomarlo y exprimirlo para entenderlo, como si fuera un cura que debía exorcizar al demonio para continuar. Nadie lo tocó y se lesionó, su tobillo se dobló y el dolor se le presentó en el rostro. Su técnico, que por momentos parecía un padre, confirmó su ausencia de las canchas por 4 semanas.

Sus apariciones comenzaron a ser esporádicas, la banca comenzó a convertirse en su hogar. La situación le dolía, trataba de verlo con filosofía, pero su inquietud era creciente. Aún así, respondía. Entraba y generaba peligro o goles.

Después, el entrenador-padre se retiró. La llegada de un nuevo comandante lo hizo temblar. Las oportunidades se redujeron y comenzaron a escasear. Otra vez el camino se volvía pedregoso, otra vez las dificultades amenazaba con tumbarlo.

Se preguntó: ¿Será que la travesía es un símil de la vida?

En ocasiones, la existencia del humano se sumerge en túneles que amenazan con nublarle la vista, hacerlo caer vez y perder el objetivo. La tristeza y melancolía se convierten en las constantes y parece que no existe salida. Las travesías son igual. Por momentos son tranquilas, pero de un instante a otro cambian, volviéndose pedregosas y peligrosas.

Su nombre se convirtió en sinónimo de “relevo estrella”. Pero, ¿a un jugador le gustará ser suplente? Se pregunta y a la vez contesta: No, a nadie le apetece estar en la banca y no jugar.

Dicen que la suerte se labra, si es así el miedo al 13 no debería ser tanto. Sin embargo, él lo duda. La llegada del 2013 significó el punto más bajo de su carrera. Los minutos escasearon y los goles también. La situación se agravó con la selección: fallas y derrotas fueron la constante, las características que parecían indicar su ausencia en la máxima justa futbolera.

Dulces lágrimas

Detiene sus pensamientos. Camina hacia la mesa del centro de la habitación y toma el vaso con agua. A lo lejos se escucha un grito: ¡Viva México, cabrones! Sonríe al saber que ayudó a fraguar esa alegría.

Vuelve a la ventana para mirar la noche brasileña. La luna lo saluda. Él corresponde con una mueca de felicidad. La luz de un faro lo sorprende y entiende. Lo vivido toma sentido. Aún en la oscuridad existe luz. La dualidad es así: la felicidad existe porque también hay tristeza, la vida por la muerte. El amor por el odio, el gol por la falla.

Si su último año fue oscuro, tendría que existir una luz, un resquicio que diera nacimiento a la esperanza. Cobijado en ella, llegó a Brasil. Tomándola como bandera saltó al banco, en espera de la oportunidad.

Las búsquedas dan sentido a las travesías, piensa. El delantero anda a la caza del gol, ese momento que se convierte en su vicio y su razón de vivir en el campo. Por eso, cuando está dentro del área, se vuelve egoísta, porque busca saciar su sed, su hambre de ver el balón besar las redes y la locura que esto genera en las tribunas.

La luz del faro lo invade y comienza a dejarse llevar, a integrarse a esa luz y recordar que estuvo cerca de anotar. No se cansó y sabía que la constancia habría de traer sus bellas consecuencias:

Era el tercer partido. A pesar de que el equipo había brillado, aún no conseguían el pase a la siguiente ronda. El duelo se había calentado por comentarios que buscaban causar miedo a los mexicanos.

Tras un primer tiempo de dudas y peligro. El segundo lapso lucía como la oportunidad perfecta. Su técnico le pidió calentar. Se colocó la casaca y comenzó a ejercitarse para ingresar. Llegó el momento, su momento.

El tablero anunciaba su ingreso, como en su debut. Le estrechó la mano al compañero, miró al cielo y pisó fuerte. Dio las indicaciones pertinentes y comenzó a correr pidiendo el balón.

El esférico lo buscaba. Saltó y sintió cómo una mano lo empujaba dentro del área. Era penal, pero el árbitro se había comido el silbato. El disparo de su compañero chocó en la mano de quien lo había empujado. Y el juez guardó silencio. Minutos después corría con el grito de gol atravesado en la garganta, en la búsqueda del capitán que había marcado la anotación.

Se sentía ligero, como impulsado por un tanque que lo hacía más rápido. Tomó la redonda, avanzó con ella pegado a los pies; levantó la vista y vio a su compañero mejor ubicado, le tocó. Corrió al centro del área, el balón pasó por detrás de él y se convirtió en gol. Festejaba aunque sentía que ése pudo ser el suyo.

El recuerdo se le convirtió en sonrisa. El balón volaría desde la esquina. Él, sigiloso, esperaba el momento adecuado para picar y rematar. La cosquilla en el estómago le confirmó la emoción que volvía a sentir.

La redonda voló. El capitán del equipo corrió a primer poste y peinó. La defensa rival se desajustó. Él corrió detrás del defensa. Apareció solo al encuentro con su amiga. Nada los separaba. El final de su travesía llegaba. Podría explotar, gritar, festejar.

Remató. El balón besó las redes y la locura se expandió por las tribunas. Corrió como un niño. Comenzó a detenerse y se hincó, el peso de la ausencia se liberaba. Miró hacia arriba, alzó las manos y agradeció. El llanto apareció. Dulces lágrimas de alegría y una travesía concluía.

Fin

PD: ¡Felicidades a Contratiempo por su aniversario! Que las letras fluyan por la eternidad.

 
 
 

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