A ninguna parte
- contratiempomx
- 18 ago 2014
- 5 Min. de lectura
Bajo su pisada suena la tierra. Una ventisca le enmaraña el cabello y su respiración agitada hace columnas de vaho. Sus labios están resecos
Carlos Alberto Carrizales González

Bajo su pisada suena la tierra. Una ventisca le enmaraña el cabello y su respiración agitada hace columnas de vaho. Sus labios están resecos, hace tanto que no toma un sorbo de agua. La ropa le pesa, pero es la necesaria si no quiere pasar frío. Su andar es aletargado y cansado, ha caminado mucho tiempo, muchos kilómetros lo separan del lugar del que salió. Allá dejó todo, no podía cargar con tantas cosas, con tanto dolor. Estar ahí era vivir en el lugar en el que lo había perdido todo y nadie necesita que los escombros sigan estorbando el paso, suficiente tortura es la memoria.
Las cosas que vio lo atormentarán por siempre, le dejarán clavados en la memoria los confines de la podredumbre, la inclemente caída en vertical del abismo oscuro que presenció. Y aquello que él hizo (irse, querer salvar su vida) sigue marcando su paso, como si su huella estuviera manchada de sangre indeleble y fuera dejando un rastro, un rastro que él no consigue limpiar.
Luego de una decena de años desde que la amenaza ya no pudo contenerse, por fin había sucedido: Recursos agotados, cielos grises, mares ennegrecidos, fuego, histeria, miseria humana que ni el dinero tapó, oscuridad interior proyectada en la pantalla de la realidad como diapositivas, decadencia. En tal contexto y presente camina el hombre, a lo largo de una calzada cercada por ruinas de lo que alguna vez fueron edificios, gigantes con esqueletos de hierro. Y en su figura alta, delgada, sucia y barbuda, cae el peso de toda la desilusión que otros individuos sembraron tiempo atrás.
Prácticamente todos los lugares por los que pasa están desiertos. De no ser por los cadáveres, el suelo y los portales estarían totalmente vacíos, conviviendo solo con el polvo y la ceniza. Un silencio insoportable se cierne sobre las nubes extendiéndose de horizonte a horizonte. El silencio zumba en sus oídos; si tan solo algo se escuchara, si tan solo una voz.
Aunque él casi no habla, de todas formas. Su propia voz lo molesta, le suena triste, vacía. Lo decepciona saber que nadie contestará lo que sea que diga; su voz es una voz en el desierto. Sin lugar de llegada, sin ningún oído al que dirigirse. No vale para nada pronunciar palabras.
Huele a una mezcla horrible entre carne descompuesta, polvo y humedad. La tristeza es material, puede verse, tocarse, olerse, señalarse con el dedo. El Hombre se ha acostumbrado a todo y ya no concibe pensar que hubo un tiempo donde nada olía ni lucía así. Ese tiempo fue arrancado de la historia y de los sentidos hace mucho; ya no vive en ninguna parte más que en la memoria (como tortura).
El Hombre arrastra los pies en busca de alguna parte donde pasar la noche. Pronto se volverá todo más oscuro pues el sol ya no intentará penetrar el humo y entonces probablemente vendrán ellos con su locura; saldrán de sus escondites invisibles arañando las sombras, haciendo sonar sus cadenas como una horda de fantasmas errantes que buscan almas qué entregarle a la muerte en tributo por su demora (gracias, Muerte, por no venir aún por nosotros. Pero, por si las dudas, te mandamos a otros para que sacies tu hambre. Mientras más tarde llegues mejor, aunque ya no importe tanto porque el mundo ya se cayó). El tiempo ya no existe, pues ningún reloj hay ya sobre la tierra y porque ya nadie hay quien lo cuente. Sin embargo el Hombre mira la luz que lo rodea y así sabe que ya queda poca. Debe apresurarse.
Sigue su andar, caminando ya indiferente por sobre cadáveres de hombres, mujeres, niños y ancianos que ni siquiera nota. Hace tiempo que su indiferencia hacia los muertos ya es más que cotidiana. De pronto su estómago ruge de hambre y sabe que ya no puede postergar más el tiempo de comer, pues lo ha hecho varias horas. De una bolsa del raído pantalón, saca un papel sucio que contiene un pedazo de pan duro y lo come poco a poco. No dura ni 2 minutos. Se levanta un poco la playera y la chamarra para rascarse y siente sus costillas. Su semblante se endurece, como si estuviera a punto de llorar. Su cuerpo es igual de miserable que el paisaje que transita.
De pronto, la sombra se va apoderando de todo, como si estuviera viva. El Hombre sabe que ya no tiene tiempo. Debe encontrar algo. Camina lo más rápido que puede (y ya no puede mucho, pues su piernas tienen llagas incurables y están tan delgadas por el hambre) hacia uno de los tantos edificios en ruinas que hay a su alrededor y penetra en él. Camina hacia los agujeros más recónditos y se instala, acostado, debajo de alguna viga metálica totalmente oxidada. A través de una ranura muy pequeña, ve cómo la oscuridad se apodera lentamente de todo, comiéndose el mundo con apetito voraz, como hizo hace ya tanto tiempo y como sigue haciendo cada noche para tragar todo lo que aún no haya muerto y escupirlo ya inerte, asqueroso y listo para que sea engullido pedazo a pedazo por las moscas que siguen con vida.
La espera por el día llegó. No queda más que soportar la lobreguez hasta que sea que acabe y quedarse callado e inmóvil esperando que ellos no lo encuentren. Recuerda entonces cuando abandonó a todos por miedo, por querer vivir. Le pesa estar vivo pero por miedo no sale a que ellos lo maten y lo devoren. Es dos veces cobarde. Lo sabe y quiere llorar, pero las lágrimas le parecen un lujo para alguien como él. No merece ni siquiera eso. Y entonces piensa en cuán desgraciado es, pues reconoce su pecado, pero ya no hay dioses en pie que lo perdonen.
Entonces los oye. Oye los pasos, sus voces que hablan cosas primitivas (cosas de humanos). Sabe que debe quedarse callado y no hacer ni un ruido. Uno solo y dejará esta tierra, a la que no sabe por qué se aferra porque ya no importa tanto, el mundo ya se cayó. Los ve engullir los cadáveres que están desperdigados y también los oye llorar por su maldita suerte, por el asco que les produce morder esos trozos de carne putrefacta, por su hambre.
El Hombre ha decidido pasar ahí la noche. La travesía hacia ninguna parte seguirá cuando el sol salga. Bajo su cuerpo siente la tierra, una ventisca le enmaraña el cabello y su respiración agitada hace columnas de vaho. Entre el polvo y la ceniza, alcanza a divisar un pequeño brote: una planta diminuta. La observa cuidadosamente con sus ojos dañados por el sol y de súbito la arranca desde la raíz. La aplasta entre sus dedos hasta deshacerla y deja caer los pedacitos al suelo. Ve la clorofila adherida a sus dedos y piensa que, si aún hubiera dioses, eso lo verían como un acto bondadoso, pues nada bello debe florecer en esta tierra que ve.
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